Una de las grandes aportaciones del PP valenciano a la ciencia política ha sido su teoría de la urna lavadora. Esta visión de la gestión pública atribuye a las victorias electorales un poder taumatúrgico, capaz de borrar cualquier mancha de corrupción o de sospecha. Un gobernante envuelto en acusaciones e investigaciones judiciales por irregularidades queda inmediatamente absuelto si consigue ganar unas elecciones. Los votos son, según esta forma de entender la ética institucional, un poderoso detergente, que debería zanjar de inmediato cualquier pleito. Esta línea de pensamiento se podría resumir en una frase desafiante, que rompe los esquemas más básicos del juego democrático: "Si los ciudadanos me han dado su confianza, ¿quién demonios es un juez para quitármela?". Alcaldes populares, concejales y hasta el mismísimo presidente Camps no han dudado en aplicar a lo largo de los últimos años este método, que ha convertido el mapa de la Comunitat Valenciana en una sucesión de puntitos rojos en los que se señala la distribución de una pequeña multitud de cargos imputados.

Ibi se ha convertido en un ejemplo paradigmático de la aplicación de esta teoría. La Villa Juguetera camina con paso firme hacia la "marbellización" desde mediados de la pasada legislatura municipal, sin que la última victoria electoral del PP haya variado este peligroso rumbo. Si el anterior mandato de Mayte Parra acababa entre ceses, dimisiones y escándalos; cuando aún no ha se ha cumplido el primer año de éste, llega la noticia de la detención y de la renuncia de Miguel Ángel Agüera; un político que está considerado el auténtico hombre fuerte del PP ibense, el gobernante por el que han pasado en los últimos años todas las decisiones importantes del Ayuntamiento y que era, nadie lo duda, el último cortafuegos antes de que este incendio descontrolado llegue a la Alcaldía. La "urna lavadora" ha fallado clamorosamente en Ibi y la gente empieza a hacer comparaciones malignas entre el gobierno local y la novela Los diez negritos", enumerando cómo van cayendo uno tras otro los principales partidarios de la alcaldesa.

Las rencillas violentamente personales, las divisiones internas del PP y una forma cuanto menos discutible de entender la gestión municipal son los tres elementos que han provocado el enrarecimiento de la atmósfera política ibense, hasta hacerla prácticamente irrespirable. El cese de la edil Felicidad Peñalver, en aquel lejano octubre de 2008, abrió la caja de los truenos y desde entonces, el río de la porquería no ha cesado de fluir, arrastrando a un considerable número de víctimas políticas. En los medios de comunicación, Ibi ha dejado de ser una tranquila ciudad industrial dedicada a la fabricación de juguetes, para convertirse en el escenario de una continuada batalla de demandas, imputaciones, juicios, arrestos y dossiers. La imagen externa de la Villa Juguetera empieza a estar seriamente tocada por esta tensión permanente. Al margen de los daños sobre la proyección exterior de Ibi, la aplicación de la teoría de la urna lavadora está mostrando en esta localidad su peor cara: los gobernantes envueltos en estas espirales de denuncias y contenciosos judiciales han de dedicar la mayor parte de su tiempo y de sus esfuerzos a defenderse de los ataques y acaban inevitablemente descuidando la gestión diaria.

Así, le pasó a Camps, que durante cerca de cuatro años tuvo paralizado el Consell, y así le está pasando al gobierno de Mayte Parra, que no da abasto para apagar los fuegos que se le declaran un día sí y al otro también. Al final, los que están pagando las consecuencias de esta guerra interminable son los ciudadanos de Ibi, que llevan cerca de cuatro años viviendo en un perpetuo estado de excepción y viendo cómo, en pleno periodo de crisis y recortes en el que debería resplandecer la ejemplaridad, su Ayuntamiento se ha convertido en un perfecto resumen de los peores tics y de las más malas costumbres de nuestra denostada clase política.