Mi amigo Rafelín era excepcionalmente tonto, pero sus padres tenían un chalé en la Plana de Muro. Utilizábamos esta lujosa residencia de verano como escenario favorito para nuestras multitudinarias juergas juveniles. El final de aquellas celebraciones siempre solía ser el mismo: a primera hora de la madrugada, la gente se marchaba en desbandada, dejando la casa hecha unos zorros y los gastos de la bebida y la comida sin pagar. Mientras recogía botellas rotas del suelo y pasaba el mocho por alguna vomitona en el water, Rafelín siempre se decía a sí mismo que no aguantaba ni un día más, que iba a romper de inmediato con aquella cuadrilla de buitres, que siempre le dejaban solo con el marrón.

Estas lejanas batallitas de juventud me han venido a la memoria al analizar la insólita situación del Calderón. Estoy convencido de que cada vez que entran en el teatro, los componentes del actual gobierno municipal de Alcoy sienten la misma sensación de angustia y cabreo que sentía mi amigo Rafelín ante el escenario de su casa arruinada y ante la más que improbable posibilidad de conseguir que los invitados gorrones pagaran su parte de los gastos de intendencia del guateque.

El PP valenciano (todas sus familias, subfamilias y franquicias) se corrió una fiesta salvaje en el Teatro Calderón. No faltó nadie. Estuvo hasta el mismísimo Camps, acompañado de la consellera Trini Miró, que se dieron el gustazo de inaugurar una magnífica infraestructura cultural sin poner ni un solo euro, gracias a un imaginativo sistema de pagos aplazados. Estuvo el grupo Ortiz, animador imprescindible en todos los saraos inmobiliarios de la época, que para cumplir la tradición, entregó la obra tarde y con un sobrecoste del 60%; total 11 millones de euros. Estuvo una empresa vinculada a un primo de Peralta (de los Peralta de toda la vida), que se hizo con la gestión privatizada de este espacio teatral, por la nada desdeñable cifra de un millón de euros al año más las taquillas. Estuvieron, ni que decir tiene, los componentes del gobierno municipal, presididos por un Sedano entusiasmado, a pesar de que no tenía ni la más puñetera idea de cómo se iba a pagar todo aquello. Cuentan los que asistieron a aquella celebración histórica, que la frase más repetida de la velada fue "el que venga detrás que arree".

Han pasado cinco años del festejo y han desaparecido prácticamente todos sus protagonistas. Camps se pasea en barca por la Albufera hecho un pincel, Trini Miró se ha quedado de diputada rasa, el grupo Ortiz está envuelto en innumerables procesos judiciales por corrupción, Peralta (de los Peralta de toda la vida) se ha esfumado como un espíritu y el ex alcalde Sedano es un personaje político residual en busca de autor.

Pese a no haber rascado ni bola en el fiestón, a los componentes del actual gobierno municipal de Alcoy les ha tocado la desagradable tarea de gestionar la resaca. El incumplimiento de los compromisos económicos de la Generalitat (Fabra no está dispuesto a asumir las locuras de su predecesor) obliga al Ayuntamiento a afrontar en solitario el pago de las obras del teatro, situando a las maltrechas arcas municipales ante la perspectiva casi inevitable de la quiebra. Por si esto fuera poco, el sistema de gestión privada del Calderón es inaceptable para el tripartito desde el punto de vista económico y desde el punto de vista ético, lo que le obliga a buscar alternativas más digeribles y a mantener un cierto nivel de calidad en la programación. Encontrar una salida buena, bonita y barata ante esta situación es una tarea muy difícil, casi un milagro. Aunque no tenga ninguna culpa del desastre, el tripartito está obligado a buscar una solución para que Alcoy siga teniendo un teatro en condiciones.

La juerga del Calderón es un perfecto ejemplo de una manera de entender la gestión pública; un resto incómodo de unos tiempos en los que se gobernaba desde la más absoluta irresponsabilidad, sin medir las consecuencias que una determinada decisión podía tener en el futuro. Pues bien, el futuro ya está aquí y es para cagarse de miedo.