Aunque sea un dogma acuñado por el pensamiento neoliberal, democracia y mercado no son dos caras de la misma moneda. Pese a que tal conjunción se presenta como el ideal del Estado constitucional, lo cierto es que, si echamos la vista atrás, y sobre todo si analizamos los tiempos presentes, coincidiremos en que las relaciones reales entre democracia y mercado no han sido nunca, ni son ahora, en absoluto pacíficas, sino más bien tensas y problemáticas, por no decir contradictorias.

Sobre esta cuestión hay pocas dudas, pues se trata de un tema recurrente que llena páginas y páginas de los libros de historia y de los manuales de ciencia política. Recordemos los tiempos en que la Trilateral, allá por los años setenta del siglo pasado, alertaba ya sobre los "peligros de la democracia", es decir, el "peligro" de que las demandas de la ciudadanía pudieran desbordar los límites establecidos por el mercado. Se decía, por tanto, que lo correcto era restringir (¿por qué procedimientos?) las demandas democráticas.

Desde entonces, por diversas vías, se ha instalado una suerte de pensamiento único según el cual el límite infranqueable de la democracia es el mercado. O mejor dicho, que la democracia debe subordinarse a los dictados del mercado. Podrían traerse a colación una serie de personajes que han abonado este pensamiento. Hayek es uno de ellos, un autor que llevó a cabo una cruzada contra el Estado Social, al que acusaba de colectivismo, y frente al que oponía, como alternativa, la extensión de la libertad individual y privada. Tal vez Hayek no pudo saber hasta qué punto esa libertad privada desatada ha sido utilizada para sostener poderes gigantescos, más grandes que los propios estados, que imponen sus criterios particulares sin control alguno. Otro autor que figura en los altares del neoliberalismo, éste un economista renombrado, es Friedmann, quién afirmó, ya sin reservas, que la política con mayúscula (es decir, el sistema constitucional en su conjunto) debe subordinarse a las reglas del mercado.

Esta doctrina, que apuntaba inicialmente contra el Estado social y el intervencionismo del Estado, ha pasado a ser el santo y seña del capitalismo financiero global, y la fuente de donde mana la ideología que siguen a ciegas los partidos que apoyan esta suerte de sistema. Pero el problema sigue en pié, porque el capitalismo se basa en la desigualdad y el dominio de una minoría, mientras que la democracia se basa en la igualdad y la regla de la mayoría. Así que el acuerdo es problemático.

La crisis actual ha desvelado claramente estas contradicciones. El batacazo financiero que empezó en 2008, detonante de la crisis económica y de deuda que ha venido después, arroja el resultado desolador de que la democracia ha quedado arrumbada, desarticulada, mientras que los responsables del desastre se han adueñado de la situación y exigen trato preferente y prioritario. Basta con contemplar la guadaña que ha segado la cabeza de gobernantes que no siguen el ritmo marcado a paso de oca, o su sustitución por gobiernos títeres (llamados técnicos), mientras que la ciudadanía asiste perpleja y aterrada al espectáculo del desmantelamiento del Estado social. Bankia es el último ejemplo por ahora. Ya se dice cualquier cosa para justificar lo injustificable: la señora Aguirre, la ultraliberal, responsable en gran medida del desastre de Caja Madrid, alardea de que se nacionalicen las pérdidas de ese zombi que ha creado Rato. Wert, por su parte, dice impertérrito que los recortes en educación e investigación son consecuencia inexorable del pacto fiscal (para eso no necesitamos ministro).

A todo esto se celebra estos días el aniversario del 15-M, que ha puesto el foco, precisamente, en exigir con toda razón "democracia real", pues ésta no existe.