Con todo lo que está sucediendo, resulta sorprendente que media España no esté en la calle aullando contra las avaras políticas del Gobierno. Digan lo que digan los sindicatos, las manifestaciones de estos días tampoco han sido la bomba, en contra de Rajoy. Los sociólogos sabrán (y si no se lo inventarán) por qué el país no emite signos de protesta colectiva más contundentes. Se ve que la crisis no ha generado aún la suficiente masa crítica como para provocar un big bang social. O que la economía sumergida funciona como lubricante en situaciones de alta tensión como ésta.

El Gobierno debe de estar encantado con la contenida respuesta vecinal. Después de las primeras medidas legislativas, la política de recortes de las últimas semanas no sé si es de derechas o de izquierdas, pero desde luego es una ofensa intelectual y un desafío a ese sentido común del que tanto le gusta presumir a Rajoy. Esto es como la guerra de Irak: lo peor no es que fuera legal o ilegal, sino la certeza de que no iba a ninguna parte.

Los recortes nuestros de cada viernes rozan lo inverosímil para nada, y algunos atentan contra las normas de un país civilizado por cifras que tampoco nos van a sacar de la miseria. Hay algo grotesco, por no decir escandaloso, en ese arañar hasta el último euro en los asuntos de la salud, privando de servicios básicos, hasta ahora gratuitos, a los más necesitados, como un transporte sanitario o la atención a un emigrante sin papeles pero con sida.

Los recortes en Educación me remueven menos las vísceras. Ya se habían encargado los anteriores y sucesivos gobiernos de sembrar el caos en el sistema educativo, así que no creo que los apaños de ahora vayan a empeorar lo peor, ni a matar a nadie, como sucederá en la sanidad. Que estudien más los alumnos para superar las carencias que se imponen. De mis años de matriculado en filosofía, las materias que más recuerdo se impartían, por falta de espacio, en el paraninfo de la Universitat de València, ante más o menos un centenar de alumnos. Ahora parece que todo el mundo se la ata con papel de fumar y montan un cirio por tener media docena de estudiantes más en el aula.

El Gobierno debería de editar un manual sobre los recortes, o dedicar algunos espacios de la televisión pública, asimismo recortada, para explicar a la gente lo que queda de sus derechos, si es que ellos mismos lo saben. No digo que se hayan cargado ya el estado del bienestar, eso se lo dejo a la no menos necia oposición, pero a este paso, si un día finaliza el curso de recorte y confección, Sistema Rajoy, habrá que poner una lupa para localizar las costuras.

Dudo mucho de que el vecindario pueda aprenderse el galimatías de cortes y recortes que está organizando el Gabinete, no digamos ya cuando tenga que memorizar además las restricciones añadidas en cada autonomía. Habrá que preguntar si se puede morir uno más o menos gratis en la cama del hospital que corresponda, o si hay que pagar recargo por irse al otro mundo en una autonomía que no sea la suya propia. O quizás en adelante los españoles enfermen menos, cuando se aperciban de lo complicado que resulta calcular cuánto les puede costar.

Así que, cada viernes, el Gobierno intenta hacer como que hace, un desvarío dedicado a los mercados, que pasan olímpicamente de todo, sin meter la mano definitiva a los bancos ni a los que más deberían contribuir. También resulta esperpéntica la avidez con la que algunos dirigentes relatan sus hazañas cercenadoras, como si cada medida, por majadera que fuera, nos fuera a salvar el pellejo. El premio se lo lleva Esperanza Aguirre, partidaria enfebrecida de adelgazar el Estado hasta llevarlo a la inanición, que declaraba hace unos días haber encontrado unas "maravillosas partidas para recortar". No cabe mayor estupidez o, a lo mejor, mayor sadismo.

Pero también hay lugar para la esperanza en la vida cotidiana del personal, más allá de la señora Aguirre y Gil de Biedma. En la España de la nómina mensual, unos quince millones de cotizantes, de momento, niñas y niños celebran este mayo, mes de María y de las flores, su primera comunión. Al estilo del Gobierno, muchos papás más o menos recortados recortan el menú del ágape familiar y empeñan lo que haga falta sin por ello renunciar al convite.