Cuando hace pocos días don Mariano Rajoy regresó de Colombia tras recibir el doctorado honoris causa por la universidad "Sergio Arboleda" - la universidad privada más reaccionaria y nada prestigiosa de aquél país- debió de sentir un escalofrío al comprobar que su plan (¿) "reformista", reinventado cada viernes, naufragaba en toda regla.

Lejos de fortalecer la confianza de España ante los mercados, nuestro Presidente debió percatarse de que ni su mera presencia, ni la de sus ministros, sirve de nada, a pesar de que el Gobierno inmola todos los días a la gente de su país a cambio de recibir parabienes y palmaditas en la espalda que tampoco sirven de nada. Más o menos por las mismas fechas, De Guindos, el ministro experto en charlar con los grupos de presión sin mayor éxito, andaba por los pasillos de no sé ya qué foro norteamericano vendiendo la mayoría absoluta que posee el pepé, como un valor económico más. Es decir, ofrecía al mejor postor el caudal de votos que recibió el pepé. Pero ni por esas.

"No se preocupe don Mariano -le dirían probablemente- que aunque la gente esté aterrada ante las medidas que ni siquiera nosotros acertamos a comprender la situación está bajo control porque el desgaste que padecemos no engorda al malvado pesoe, sepultado por su herencia; ¡Adelante con determinación! ¡Ah, y cuidado!, que lo que falla es la política de comunicación, así que lo más importante es tomar el control de de TVE y poner las bases para que la protesta que se gesta no degenere en alteración del orden".

Don Mariano, confortado por estos sabios consejos, volvió a su habitual parsimonia, dejando a los suyos la dura tarea de explicar a la gente la necesidad y equidad de las medidas. Más no todos acuden prestos a la llamada porque, en estos tiempos en que España va a la deriva, son bastantes los dirigentes populares que, astutamente, prefieren desaparecer y, por contra, son los más desinhibidos, quienes se exhiben sin complejos. Así que la tripleta formada por la inefable señora Aguirre, "la ultraliberal", el señor Montoro, "el cuentacuentos", y la señora De Cospedal, "la aparecida", (lo de Wert es caso aparte) compiten por poner voz e imagen, siempre con risitas y desenfado, a esa desfachatez de Presupuestos y otras normas complementarias dictadas por Decreto que van directamente a colapsar el corazón de la democracia, del estado de derecho y de la sociedad de bienestar (además de la economía).

En una cosa tienen razón los jocosos consejeros de don Mariano: que el deterioro del gobierno no fortalece por efecto de vasos comunicantes al psoe. Esto es un hecho. Y no creo que la situación cambie en el futuro próximo, más allá de lo fácil que resulta achacar a la herencia de Zapatero el fiasco en que el Gobierno del pepé nos está metiendo.

Si de algo estoy seguro, sin embargo, es que tal situación no empezará a revertir hasta que el pesoe abjure del rapto que tuvo un aciago día del mes de julio de 2011 en que ofreció a la derecha, a cambio de nada, y por nada, la reforma del artículo 135 de la Constitución, en respuesta a la famosa carta chantajista remitida por el Banco Central Europeo. ¿Por qué? Porque la reforma en cuestión -que se ha revelado inútil, como era de esperar, para aplacar a los insaciables mercados financieros- pone negro sobre blanco la derrota de los ideales y los valores de la izquierda e introduce una palanca para legitimar todo atropello a los derechos y todo atentado a la estructura del Estado de Bienestar que la Constitución había consagrado.

Ya sé que la citada reforma constitucional es poco menos que irreversible. Pero al menos el pesoe tendría que tener el valor de dar pruebas de propósito de enmienda. ¡Ah! y de paso poner coto a los excesos, económicamente absurdos y socialmente intolerables, introducidos en el "Pacto de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza", una losa atada al cuello de la gente que impide el crecimiento y la redistribución, y que es la primera piedra que Hollande deberá remover -caso de que hoy lunes haya ganado las elecciones en Francia- si queremos que Europa no se convierta en un cementerio en que todos acabemos debidamente enterrados.