Este mes de mayo nos trae numerosas citas electorales, no solamente flores. Cuando escribo (viernes a primera hora de la tarde) ya se conocen los primeros resultados de las elecciones municipales en la Gran Bretaña, donde el partido laborista aventaja, en porcentajes, concejales y alcaldías, al partido conservador de Cameron, que pierde posiciones al igual que sus aliados en el Gobierno, los liberal-democrátas. El domingo hay elecciones en Serbia, país crucial para la estabilidad de los Balcanes como se vio hace pocos años en el último conflicto bélico en tierras europeas desde la II Guerra Mundial. Europa es el punto central de las elecciones serbias pues el jefe de gobierno saliente ha hecho de la incorporación a la UE el eje central de todo el debate político; tanto, que hasta el líder conservador de la posición ya no rechaza negociar la adhesión a las instituciones europeas. Y Europa, las duras medidas económicas y sociales impuestas desde Bruselas y Francfort en los últimos años, son la cuestión central también en las elecciones legislativas griegas, donde se puede producir una gran diversificación del panorama legislativo con el castigo a los partidos mayoritarios (socialista y conservador) que han tenido que gobernar en esta grave crisis del país heleno.

Es Francia, con la segunda vuelta de sus elecciones presidenciales, donde más está en juego desde el punto de vista europeo. No sólo es El Elíseo, y quién sea su inquilino los próximos cinco años, lo que deciden este 6 de mayo los más de 35 millones que acudirán a las urnas. No estamos ante la continuidad de un presidente o la alternancia en el poder, importante siempre en un sistema democrático. Tal y como se ha desarrollado la campaña presidencial francesa su resultado afecta a toda Europa. Porque, contra lo que se ha dicho y escrito a veces con ligereza, en la elección presidencial francesa hay en liza más cosas que la conquista de la máxima representación de la República. Se decide, según sea la opción elegida, entre la recuperación del modelo político que impulsó la configuración europea, y la prosperidad económica y social de sus ciudadanos, o la continuidad en la crisis de Europa y sus instituciones que estamos viviendo dramáticamente en los últimos años.

La crisis europea viene de antes de que estallara la crisis de Lehman Brothers y el resto de estructuras financieras de alto riesgo. El colapso político y social de la Europa del Este (con el derrumbre del muro de Berlín), las guerras de los Balcanes y de Irak -recuerdan aquella expresión de Bush sobre "la vieja Europa", dividiendo al continente- destaparon una crisis en la construcción de la Unión Europea que se arrastraba desde el Tratado de Maastricht y se expresaba tanto en el desapego ciudadano (cada vez menos participación en las elecciones al Parlamento de Estrasburgo) como en el fracaso en la consecución de una Constitución para la Unión. Los acuerdos de Marsella y el Tratado de Lisboa intentaron taponar esa sangría, sin mucho éxito a la vista de la situación en que nos encontramos. Europa ha perdido peso en mundo y vive una situación económica y de retroceso en las conquistas sociales como no se conocía desde que los Schumann, Monet, De Gasperi Adenauer pusieron los cimientos de un continente reconciliado, en paz y prosperidad para todos.

El modelo europeo de éxito, el evocado por Tony Judt en su "Algo va mal" o por Josep Fontana en su obra monumental "Por el bien del Imperio", fue el fruto de un pacto político entre fuerzas muy diversas (liderado por cristiano-democrátas y socialdemocrátas) que buscaron una integración de los países europeos que conllevara avance económico y social. El llamado Estado del Bienestar corregía los excesos y abusos del mercado y de los más poderosos en riqueza con derechos educativos, sanitarios y de servicios sociales y comunitarios. La cohesión y el equilibrio entre el progreso de la economía y los derechos ciudadanos. Esa fue la aspiración histórica de quienes en España, desde la oposición a la dictadura franquista, unimos la recuperación de la democracia y la incorporación a las entonces instituciones comunitarias (la CEE).

Ahora, cuando resurgen por toda Europa los vientos del populismo excluyente, cuando no abiertamente xenófobo y racista, es necesario que países tan centrales en la construcción europea, como es el caso de Francia, vuelvan a la senda fundacional. Al camino que haga compatible crecimiento económico con rigor presupuestario; prosperidad económica con reforma y modernización, no exclusión, de derechos sociales. Sin consenso social no hay progreso económico, como bien defendieron tantos años quienes más contribuyeron al éxito del modelo europeo, tan ansiado todavía en muchas partes del mundo. En las dos opciones en liza a la Presidencia de la República Francesa está implícita esta disyuntiva: superar la crisis que arrastra nuestro continente o dejarse llevar por esa ola de miedo al futuro y cierre de fronteras que alimenta peligrosos proyectos políticos. Por eso deseo, como europeísta y europeo, que los electores franceses cambien el rumbo y devuelvan a las instituciones y a los ciudadanos de todos los pueblos del continente nuevas esperanzas para un mundo en transformación que diría el viejo maestro Bertrand Russell. Por eso quiero que la elección de François Hollande abra un nuevo tiempo en Francia y en la Unión Europea.