No se dejen engañar por las estadísticas amañadas, ni por las caritas compungidas que ponen los consellers al pedir sangre, sudor y lágrimas (por cierto, aquí, la sangre, el sudor y las lágrimas siempre acabamos poniéndolas los mismos). No se dejen embaucar por los discursos sobre el déficit público, ni por las floridas disquisiciones en torno a la necesidad de un esfuerzo colectivo. No dejen que les cuelen estas milongas revenidas; esto no tiene nada que ver con la política, esto son negocios.

La oleada de privatizaciones y de recortes que está cayendo sobre la sanidad pública valenciana no cabe justificarla desde las políticas de contención del gasto público. Esta sistemática operación de desmantelamiento del sistema sanitario universal y gratuito solo persigue un objetivo: aprovechar la excusa de la crisis, para montar una floreciente industria en torno a la enfermedad, el dolor y el sufrimiento de los ciudadanos. Las cifras de ahorro que se manejan en torno a este plan de reformas son el chocolate del loro, si las comparamos con los derroches que hacen cada día las administraciones en otros campos en los que ni siquiera se plantean la posibilidad de un recorte. No hay razones económicas para este plan vergonzoso; la única finalidad que persigue es que un selecto grupo de amiguetes se forre mediante el sencillo procedimiento de convertir a los pacientes en segurísimas e inagotables fuentes de ingresos.

En estos precisos momentos, en la Comunitat Valenciana se está jugando una partida a vida o muerte, en el sentido más literal de la frase. Este apresurado derribo del Estado del Bienestar dibuja a medio plazo un horizonte inevitable: una sanidad para ricos y otra sanidad para pobres. Aunque los autores intelectuales de esta masacre asistencial intenten disfrazar su envenenado proyecto; no es descabellado imaginar un futuro siniestro, en el que la gente padecerá enfermedades, e incluso morirá, por no tener dinero suficiente para asumir el pago de una atención médica en plenas condiciones.

Es especialmente indignante que una iniciativa de este calado, con una repercusión tan directa sobre la calidad de vida de las personas, la esté liderando la generación más incompetente y anodina de gobernantes que ha tenido la Comunitat Valenciana en su historia reciente. Los mismos tipos que asombraron al mundo por su capacidad para derrochar dinero público en proyectos faraónicos e inútiles, nos obligan ahora a nosotros a pagar con nuestra salud la penitencia de su estupidez. Los dirigentes de una Generalitat mediocre y acojonada intentan salvar sus culos políticos de una posible intervención estatal, haciendo méritos ahorrativos con sus jefes de Madrid, aunque para ello tengan que devolver la sanidad pública valenciana a niveles propios del tardofranquismo.

Frente a esta ofensiva liberalizadora, a la gente de a pie solo le queda un recurso: oponer la máxima resistencia posible ante lo que constituye un auténtico expolio institucionalizado. De nuestra capacidad de movilización y de presión sobre la clase política dependerá en gran manera el alcance final de la ola privatizadora. De nuestro esfuerzo para defender unos logros sociales que han costado décadas de lucha, dependerá que podamos evitar la vergüenza de tener que explicarles un día a nuestros nietos, que hubo un tiempo feliz en el que una persona normal podía operarse de apendicitis sin necesidad de hipotecar la casa y pedir limosna a la puerta de la iglesia.