Como si de una serie televisiva se tratase, esta semana (la verdad es que ahora se aceleran los capítulos por días) le ha tocado a las pensiones, tras las semanas anteriores que llevábamos vistos otros capítulos referidos a la enseñanza, la reforma laboral y tantas otras. Al Gobierno español siguen sin cuadrarle las cuentas públicas y trata de ver y echar mano de los recursos que aún tienen los ciudadanos para echarles mano. A nadie se le escapa la gravedad de la situación de la economía española en estos momentos, pero parece que el Gobierno ha optado por la vía rápida de ponerse rojo (de color) de golpe, en vez de colorado muchas veces. Y es que una cosa es predicar y otra muy diferente, dar trigo.

Y en esto le ha llegado el turno a las pensiones. Difícilmente se pueden explicar las medidas anunciadas sobre el pago de los medicamentos como algo no relacionado con el cobro de una pensión.

Si el presidente del Gobierno se había comprometido una y otra vez durante la campaña electoral y sus primeros días de gobierno que no tocaría las pensiones y que estaba en contra del copago en Sanidad, ahora, de golpe, ha incumplido ambas promesas. Posiblemente, si no hubiese repetido hasta la saciedad ese compromiso, la reacción actual no hubiese sido tan masiva y general. Pero parece que a nadie se le ha escapado que lo que ha planteado el Gobierno es un recorte de hecho de las pensiones, complementado a través de un nuevo recorte a las clases medias y con una complejidad en su puesta en práctica que no va a ser precisamente la panacea para resolver nuestros problemas económicos.

El Gobierno parece que quiere confundirnos ante la contradicción que significan sus promesas de no subir impuestos, no tocar las pensiones y, ¡por arte de magia!, bajar el gasto público y ajustar los desequilibrios económicos. Pues bien, ello no es posible y no hace falta ser un genio para descubrirlo enseguida.

Su renuncia a subir los impuestos (no hay que tentar demasiado al demonio, porque creo que esto está a punto de venir), especialmente el IRPF que incluye una cierta progresividad al menos de las rentas del trabajo, la compensa con una rebaja en las prestaciones asociadas a los niveles de renta. Cierto que no es equivalente, pero es lo más parecido que se le podía ocurrir, aparte de que, por ese camino hace aún más compleja la gestión de las prestaciones y la tentación al incremento del fraude. Ni qué decir tiene que, en un sistema como el español con la posibilidad de las declaraciones separadas en cada familia, ¿a quién se le va a atribuir las medicinas de los hijos? La picaresca actual sobre la petición de medicamentos por parte de los que menos pagan, lógicamente tenderá a crecer.

Pero es que además, cuando las quejas sobre la declaración del IRPF relativas a la baja aportación que hacen a la misma los que tienen rentas distintas al trabajo (capital, profesiones independientes,.. por no hablar de la economía sumergida), son grandes, al considerarse que este impuesto recae sobre los trabajadores en su mayor parte, ahora se le añade un nuevo pago con una tasa parafiscal.

Algunos han señalado también la complejidad añadida que llevará el controlar toda la gestión, donde la renovación y actualización de la tarjeta sanitaria, no solo habrá que cambiarla, sino tenerla permanentemente actualizada sobre las rentas declaradas por los ciudadanos así como su situación laboral y sobre las enfermedades que puedan padecer.

En 1990, el Gobierno español encargó a Abril Martorell la elaboración de un Libro Blanco sobre la situación de la sanidad española . Sus conclusiones fueron motivo en su momento de amplia discusión aunque no pudieron ser llevadas a la práctica, entre otras cosas, por cuestiones relativas a su propuesta del copago. Veinte años después, sin comisión especial y sin Libro Blanco, en una semana el Gobierno parece que ha resuelto el problema. Algunos piensan que si piensa eso, el Gobierno está enfermo. Que tenga en cuenta que, tras la reforma anunciada, esa enfermedad le puede resultar muy cara.