La Peregrina. Debo confesar que nunca reparé en esta celebración capitalina y escaparatera. Esta vez, sí. Y me enterneció. Esta vez descubrió su lado descarnado. Humilde. Enternecedor. Lejos quedaron los tiempos en que Zaplana encabezaba un deslumbrante y mundanal espectáculo de poder y ambición. Un escenario rutilante de osadías y desafíos. Lejos, igualmente, de la opulencia pasmarota de Camps, no obstante, más cercano y emparentado con la mística de la celebración.

No son tiempos para exhibicionismos. Se hundió aquel mundo sobre el que se deslizaba feliz y desafiante La Peregrina. Aquel mundo retador y altivo que amenazaba con imponer su poder en el epicentro mismo del imperio. Aquella tierra de promisión que habitó en la convicción de que el pozo de sus riquezas carecía de fondo. Aquella multitud festiva y bullanguera, confiada y altanera, sobre la que se edificó un tiempo postizo y festivo de cartón piedra, bastón, blusón negro y oropel. Pasó. Pasó definitivamente aquel tiempo.

La de hoy es una tierra bien distinta. Caída de aquella febril e insostenible peana. Sumida en la más áspera realidad. Con la humillante afrenta de ser la provincia donde más ha menguado la renta hasta llevarnos a la cima de las indisponibilidades per capita en el reino. Una tierra líder en la fabricación de paro. Hundida justo cuando acarició el fantástico sueño del crecimiento infinito. Obligada a expulsar población a la que ya no puede mantener. Dejada de la mano de Dios y de los Presupuestos Generales del Estado. Resignada ya a perder el tren que le habría de enganchar a Europa por el corredor que llegaron a llamar "del Mediterráneo". Con sus gentes desangrándose entre el paro, la cada vez mayor ausencia de subsidios y la merma escalofriante de servicios que, además ahora, deberán sufragar. Con nuestros ancianos que, en adelante, deberán afinar la declaración de la renta para que les devuelvan treinta euros, dos pañales y un sintrón. Gentes atónitas al contemplar la ruina y devastación que los excesos y fastos de sus gobernantes han infligido a sus vidas. Perplejas ante el cinismo infinito de responsables patronales como un tal Juan Eloy Durá, presidente de los constructores valencianos, cuyos desmanes provocaron el actual infierno en el que todos nos consumimos, pidiendo "que las administraciones metan la tijera en la sanidad, la educación y las prestaciones sociales". No cabe mayor brillantez en el descaro.

Decididamente, ésta es otra cosa. Y La Peregrina, otra Peregrina. Un éxodo resignado y doliente. Una multitud penitente y sufriente expiando, al más severo estilo medieval, los innumerables agravios que nos han conjurado las mayores plagas y pestes contemporáneas. Y queda como muestra el tiempo récord y atropellado que la muchedumbre -espléndido término bíblico- empleara en peregrinar el camino de Jesús a la cruz en catorce estaciones. Ni rollitos de anís, ni mistela. Pura ascética, sacrificio y mortificación, cuentan las crónicas que caracterizaron al devoto evento en esta edición. Y ahí estuvo la jerarquía eclesiástica. Con el obispo Palmero a la cabeza obteniendo del estricto Benedicto XVI indulgencia plenaria -todo un chollo celestial- para los esforzados peregrinos. Gesto compasivo y justo del hoy benevolente Ratzinger en atención a las penurias que soportan las gentes de esta tierra. Y ahí estuvo un escogido grupo de consellers con la gobernanta Sánchez de León y Juan Cotino, brillante maestro en el arte de combinar negocio material y negocio espiritual. Y a la cabeza el muy honorable Fabra llamando a la rogativa, flagelación, ayuno y abstinencia para construir, sobre el sacrificio de su pueblo, una redentora ofrenda de cuatro mil cien millones de euros con que saldar las ingentes deudas contraídas con un piélago de proveedores al borde del naufragio. Y debutó, asimismo, el redivivo Ximo Puig con la Santa Compaña de Leire Pajín, Romeu y Antonio Torres, a modo de severos y coléricos savonarolas predicando la definitiva llegada del Apocalipsis en forma de intervención de estos territorios por el poder de Génova.

Y así le fue a La Peregrina. Sesenta y tres heridos. Alperi de bruces contra la cruda realidad. Castedo en un tan singular como apreciable ejercicio de realismo, "madrecita, madrecita que me quede como estoy". Lipotimias, rozaduras, caídas, torceduras y un policía municipal por los aires. Cambiaron los tiempos. Quizás, cambió nuestra tierra. Tal vez, nuestras gentes. Algo. Algo que provocó la ira de los dioses que decidieron enviar un violento vendaval que acabó arrasando la antigua placidez de ese especial y -confieso que entrañable- termómetro de esta tierra.