Es un axioma que los Borbones ni olvidan ni perdonan. Y ahora el rey nos pide, en once palabras, que olvidemos y perdonemos. Y está siendo alabado por ello: su cara decía más que sus palabras, aunque podemos preguntarnos si el gesto es de compunción o de humillación. Se ha repetido que ojalá muchos políticos pidieran perdón por su actitud o incompetencia. Es cierto. Pero se olvida un detalle: el "político", por imperfecto que sea el sistema y sus prácticas, está sujeto a responsabilidad: pueden ser castigados por sus partidos, excluidos de listas y cargos, sometidos al escrutinio parlamentario y electoral o al juicio penal. No así el rey que, por definición, es "irresponsable". Sólo hay una manera de que asumiera de verdad su responsabilidad: la abdicación, y no parece que crea que la gravedad de lo que hizo sea suficiente para tomar tal decisión. Podemos, pues, perdonar al ciudadano Juan Carlos de Borbón, ¿pero de qué perdonaremos al que ocupa la institución de la Corona? Dicho de otra manera: si él mismo aprecia culpa en actos que no concreta, ¿a través de qué mecanismo constitucional podemos los demás olvidar y disculpar esos actos? Respuesta imposible.

Una democracia perdurable exige determinados niveles de cohesión social, y a menudo se simplifica la cuestión indicando que es preciso un nivel mínimo de riqueza compartido. Pero se suele olvidar que esa misma idea de cohesión es la plasmación sucinta del reconocimiento de que la democracia no es sólo una suma de mecanismos formales, sino, también, un cierto umbral de ética compartida: la adhesión colectiva, mayoritaria, a valores fundacionales. Algunos de ellos están inscritos en la Constitución, pero no cabe duda de que han de materializarse en vivencias continuadas para que no devengan letra muerta y causa de cinismo social. Pasados muchos años de democracia podemos preguntarnos cuál ha sido el devenir de esos principios. España vivió décadas del impulso moral de la Transición, una etapa filtrada por relatos parciales, en los que se arrebataba el protagonismo al pueblo para ubicarlo en las élites. Pero el orgullo obtenido del "ser democráticos", prolongado, por el "ser europeos", ha bastado para que no surgieran demasiadas preguntas incómodas sobre, por ejemplo, el crecimiento de la desigualdad social. España superaba el pesimismo histórico, se modernizaba y avanzaba en algunos Derechos civiles. Por no hablar del deporte. Es verdad que hay espinas: el franquismo dejó como legado una incomodidad nacional que, pese a todo, pudo difuminarse a base del incremento de las identidades autonómicas. Igualmente la cuestión religiosa nunca acaba de cerrarse, por la voracidad de la Iglesia Católica. Pero, en conjunto, la cosa marchaba bien: había suficiente sustancia moral implícita para que la cohesión resultara operativa. Particularmente porque si la desigualdad crecía, se mantenía activo el ascensor social y podía hablarse de igualdad de oportunidades.

El problema es que, por debajo, lo que crecía era una creencia centrada en que la medida real del éxito -individual y colectivo- era el avance económico a cualquier precio, lo que ha rearmado a unas élites a las que le resultan inservibles ni la memoria de la Transición ni los valores constitucionales. Llegada la crisis no sólo afloran niveles de corrupción incompatibles con la modernización imaginada y con el arraigo de los valores democráticos, sino que las respuestas políticas se revelan tan incapaces como dispuestas a llevarse por delante Derechos y redes de protección que administraban la cohesión, e, incluso, el modelo autonómico. La convivencia basada en principios compartidos está en peligro. La sensación de pesimismo regresa y las apelaciones a la unidad resultan impúdicas porque no sabemos adónde vamos, pero sabemos que, vayamos a donde vayamos, vamos mal, perdiendo la piel ética de la democracia en el viaje y preguntándonos por el futuro del sistema en su conjunto.

Y ahí es donde la crisis de la monarquía adquiere perfiles especiales. Si se consultan biografías no estúpidamente hagiográficas, constataremos que las relaciones de D. Juan Carlos con Franco y con D. Juan nunca estuvieron basadas en imperativos morales. La Transición, ante todo, aunque no sólo, fue una restauración: o había monarquía o no había democracia. En buena hora se aceptó una monarquía privada de poderes de decisión política, pero ello no puede hacernos olvidar que el único español que ganó absolutamente la partida del consenso, sin renunciar a nada, fue D. Juan Carlos. Y eso le exigía un plus de actuación ética que ha podido presentarse como tal hasta ahora, gracias a los excesos de cordura de la prensa y a una lectura del 23-F parcial: el rey salvó la democracia pero, en realidad, no podía hacer otra cosa.

Parafraseando a Maquiavelo el monarca opinó que ya que no podía ser temido, debía ser amado, y a ello se ha dedicado. Y no lo ha hecho mal. La monarquía -como otras europeas- es esencialmente una empresa de autopublicidad. Le bastaba con no cometer errores. El problema es que la crisis del sistema hace que los errores no puedan ocultarse, que sean leídos con indignación por capas de la población hasta ahora silentes. La familia perfecta ha resultado ser una familia desestructurada; su prudencia proverbial ocultaba pulsiones aventureras; el comportamiento humano de la Casa Real ha devenido en demasiado humano: oportunismo religioso, despilfarro amparado por bolsillos sospechosos y aficiones de niños pijos, han convertido a lo que quiso ser referente moral, último baluarte de una ética compartida, en el escaparate mismo de los vicios de las élites españolas. No predigo el final de la monarquía, ni creo que la batalla por la Tercera debiera ser la principal tarea de la izquierda. Pero sí presiento que este rey, en edad de estar jubilado, y dado su estilo de vida, debería preocuparse más por el precio de las medicinas. Si empezara a usar la sanidad pública y a estar en las listas de espera, su arrepentimiento sería más creíble. Mientras no pueda hacer eso de poco van a servir los mensajes edulcorados: que recuerden sus asesores lo que escribió Wittgenstein: "De lo que no se puede hablar, hay que callar". De lo contrario seguirá comportándose como elefante en cacharrería.