Cada uno entiende que su forma de ver la vida y la sociedad, es la acertada y así, desde esta percepción personal, siente sus propias convicciones. En un Estado democrático, la ley es siempre el resultado de la decisión mayoritaria. Los valores de cada ideología o confesión religiosa, forman un conjunto de principios que responden a una determinada forma de entender la ética, todos con la misma legitimidad democrática y con el derecho, pues, a insertarse en la sociedad, pues lo contrario significaría implicar al Estado en una determinada y única moral. El Estado debe ser neutral ante las ideologías y creencias. El laicismo, de este modo, solo puede ser concebido como neutralidad ante los fenómenos religiosos, pero también ante los no religiosos, porque laicismo no es equiparable a Estado ateo. No entra en esta cuestión y se mantiene al margen protegiendo a unos y a otros.No confundamos laicidad con Estado represor de lo religioso, que expulse las creencias al ámbito privado dando, a su vez, preponderancia a otros valores, respetables, pero tan relativos ante la ley como los contrarios.

La libertad de expresión solo tiene como límites los que imponen el Código Penal y las leyes civiles que protegen el honor, no siendo la moral de cada grupo un elemento que haya de tenerse en cuenta para determinar lo que es posible o no expresar. Ello sería tanto como prohibir el ejercicio de este derecho cuando se afectara a la sensibilidad de algún colectivo, mediante el recurso de calificar este sentimiento, elevándolo a absoluto, de inatacable e indiscutible. Salvo, en todo caso, que se incurra en una actividad delictiva.

La libertad de expresión corresponde a las personas, a las asociaciones y a todos aquellos colectivos que puedan formarla, sin que sea posible admitir un Estado que atienda a reclamación alguna que pretenda silenciar a unos, otorgándoles una protección especial y paralelamente negar a otros que sus valores puedan ser los que primen en la legislación civil o en la opinión pública.

España, siempre dada a la confrontación, vuelve por sus fueros en estos últimos tiempos, siendo ya conducta ordinaria escuchar airadas peticiones de censura de opiniones ajenas que, siendo ciertamente molestas para sectores concretos, no merecen legalmente un rechazo que haga ilusorio el ejercicio del derecho a la libre opinión, expresión y crítica, base del Estado de derecho. Esta deriva autoritaria, hoy imputable a buena parte de una sociedad cuya radicalidad es incompatible con el respeto a las sensibilidades ajenas, no solo con una tolerancia que se quiera dispensar de modo condescendiente, se va convirtiendo poco a poco en una conducta común. Y lo que es preocupante, se admite e impulsa sin reparos por quienes ponen más corazón sectario que convencimiento en sus creencias y más repulsa a lo ajeno, que aceptación de lo propio.

No obstante ser la libertad de expresión un derecho esencial que debe ser restringido solo de modo excepcional, debemos todos esforzarnos por evitar ataques indiscriminados frente a quien piensa diversamente. No son necesarios para defender las convicciones personales. Deberíamos eludir todo extremismo y asumir el respeto como regla común de la convivencia. Ni es tolerable que los no creyentes pidan la expulsión al infierno de lo católico, otorgando a su ética un valor superior, ni tampoco que los católicos proclamemos nuestras creencias ofendiendo a quienes no las comparten. Lo propio, sea religioso, político o moral puede ser defendido sin rebajar al contrario a un nivel incompatible con su dignidad personal.

Repito que lo políticamente correcto no es un criterio que determine los límites de la libertad de expresión, pero tampoco lo religioso. Todo forma parte de la dignidad de cada cual, lo hace individuo. Y todos tienen derecho a exponer públicamente sus posiciones y a luchar porque sus creencias sean mayoritarias. No se puede incurrir en un anticlericalismo que, con exceso y error en la interpretación de la laicidad, niegue sus derechos a los creyentes. Pero, tampoco lo contrario es admisible. No entiendo esa libertad que pretende ocupar todos los espacios públicos, negando a quienes profesan otra moral su libertad de expresión y su derecho a que la ley contemple su forma de vida.

No se puede, por ejemplo, pedir la prohibición de la llamada "procesión atea", ejemplo de conducta ofensiva e innecesaria y luego guardar silencio ante las palabras excesivas del Obispo de Alcalá, cuyas opiniones bien hubieran podido ser formuladas en otro tono, sin someter por supuesto sus creencias a otras contrapuestas, pero sí evitando un daño al prójimo que podía soslayarse. Pero, por el otro lado, pedir que se censure esta opinión, que se prohíba, es tan excesivo o peor que lo anterior por lo que tiene de limitación intolerable de la libertad de expresión. Tanta ligereza en el prohibir causa miedo, porque es intolerancia. Tanto fanatismo y soberbia, inexplicable. Porque, si se impone la censura debe serlo de todo, no solo de lo que cada cual considere censurable. Pedir el reproche de lo ajeno, la prohibición pública de posiciones expuestas en el marco de la ley, es intolerable, aunque afecte sensibilidades y las mismas se crean con derechos a las siempre preocupantes discriminaciones positivas, tan amplias, como subjetivas.

Terminemos con la ofensa gratuita y aceptemos los sentimientos ajenos como propios, aunque no los compartamos. Ejercitemos la libertad sin ofensas. Y, si no se consigue, como mucho me temo, aplíquese la ley por igual, sin privilegios de nadie, aunque todos estemos convencidos de ser las víctimas. Seguramente somos tan culpables como los demás.