Una rápida lectura de la sentencia del Tribunal supremo sobre la actuación del juez Garzón en la intervención de las comunicaciones de abogados con sus clientes ofrece una terrible sensación. Según el Supremo no había ningún dato que pudiera indicar mínimamente, en una valoración razonable, que la condición de letrado y el ejercicio del derecho de defensa se estaban utilizando como coartada para facilitar la comisión de nuevos delitos. La injusticia, según el tribunal, consistió en acoger una interpretación de la ley según la cual podía intervenir las comunicaciones entre el imputado preso y su letrado defensor basándose solamente en la existencia de indicios respecto a la actividad criminal del primero, sin considerar necesario que tales indicios afectaran a los letrados, lo cual resulta inasumible desde cualquier interpretación razonable del Derecho.

Sin razón, sin motivos, sin datos. La sentencia es durísima y pone sobre la mesa una buena y una mala noticia. La mala es que un juez se siente en el banquillo y sea inhabilitado. La buena que el imperio de la ley rige para todos y que el estado de derecho es hoy más firme, más sólido para todos los ciudadanos. Iguales ante la ley no es una frase bonita ni un deseo. A pesar de todas las imperfecciones, de todas sus carencias, del desprestigio a que es sometida, la Justicia funciona de forma libre e independiente. Da lo mismo que se trate de un político, de un familiar del Rey o de un juez. La Justicia actúa y si la diéramos un poco más de sosiego, si el debate fuera sereno, seguramente funcionaría mejor.

En tiempos en los que se lleva hablar de recortes de derechos, de hacer más difícil el recurso a los tribunales, la mala noticia de la condena de un juez que, según el tribunal excedió su condición, aunque hubiera hecho otras cosas excelentes, es un paso adelante en la consolidación del Estado de Derecho. Los poderes públicos, también el judicial, están sometidos al imperio de la ley. Nada menos.