Ahora parece ser que el dinero destinado a la cooperación internacional tampoco llegaba a sus beneficiarios, quedándose en el camino y transformándose en propiedades inmobiliarias. Ante tales sospechas documentadas, oírlos reclamar de nuevo su inocencia, pesadamente, insistentemente, sin pudor, causa una sensación de desasosiego, asombro e inseguridad, que lleva a la desolación y a la impotencia, salvo que se esté dispuesto a incurrir en una credulidad simplona y obediente. Si todos son inocentes como afirman siempre, habrá que concluir que el dinero público tiene vida y voluntad propias, que se mueve por sí mismo, que entra y sale de cuentas colectivas y particulares sin que nadie lo ordene. Sin intervención humana, en lugar de ir a Haití, se dirige a una inmobiliaria y se aferra a un piso céntrico en Valencia. Nadie lo ha redirigido, él solo, por su libre albedrio, ha optado por refugiarse en una propiedad urbana del primer mundo. Será porque al ser español y valenciano para más señas, prefiere convertirse en ladrillo levantino antes que en pupitres tercermundistas. Siempre ha habido clases.

No. Nadie de los muchos que participaban en la Conselleria competente ordenó, controló, cedió o compró, ni ninguna de las diversas empresas captadoras de subvenciones caritativas, tuvo intervención alguna en el destino del dinero y mucho menos Blasco, jefe absoluto del órgano administrativo decisor, sobre el que jamás recayó sospecha alguna a lo largo de sus muchos años de vida política en los diversos partidos en los que sentó sus reales. Fue el mismo dinero que tomó cuerpo y mente autónomos y decidió quedarse. Ante tamaña fuerza de voluntad y predestinación, nada podía hacerse. Qué impotencia para los políticos que carecen de instrumentos humanos para oponerse a designios tan poderosos, tan excepcionales. Qué injusticia que los ciudadanos les exijan responsabilidades cuando ellos nada pueden hacer frente a la fuerza del sino.

Aunque también pudo ser la policía según el señor Blasco, cuya capacidad para crear infundios es proporcional a la vacuidad y estulticia con la que los construye. Todo el mundo sabe que es la policía la que, en sus ratos libres, lleva la contabilidad de la Generalitat. Seguro que fue la policía la que tendió una trampa, tomó el dinero destinado a la cooperación y lo invirtió en pisos para sus huérfanos. Que se constituya una comisión en Les Corts para investigar esta trama dirigida a manchar el buen nombre de dirigentes políticos de honradez siempre acreditada, que se investiguen estas tramas policiales dirigidas a cuestionar su integridad, así como a los ciudadanos reclamantes que ofenden la inocencia incuestionable de tantos honrados representantes públicos. Menos mal que ya no imputan a la Fiscalía una vez convertida en independiente por arte de magia. Y vaya por delante mi absoluto respeto al nuevo Fiscal General, del que tengo una alta valoración personal y profesional.

Vergüenza debería darles deambular de uno a otro lugar utilizando dineros que los valencianos hemos cedido para colmar necesidades básicas de pueblos desfavorecidos, para saciar el hambre de quienes la padecen, para sanar enfermedades que diezman a comunidades enteras, para construir colegios que enseñen el futuro a niños que lo son aunque no tengan nuestra piel. Si la corrupción es siempre deplorable, si se confirma este caso, habrá alcanzado cotas repugnantes que descalificarían moralmente a sus autores. Que la avaricia pueda llegar a anular los sentimientos humanos, merece una respuesta proporcionada a la maldad intrínseca de los actos presuntamente realizados.

Todos sabemos que uno de los instrumentos ordinarios de la corrupción, del enriquecimiento de muchos, ha sido el uso de la subvención indiscriminada, opaca, a asociaciones y fundaciones creadas al efecto y cuyos ingresos se reparten entre los beneficiarios (cercanos a los concedentes) y los mismos políticos competentes para otorgarlas, siempre en negro en este último caso. Si analizáramos las subvenciones dadas a cientos de estas asociaciones, por unos y otros sin excepción, los destinos de los fondos que les han allegado, nos asombraríamos. Un robo a gran escala, con apariencia de legalidad, sin control, sin pudor y que ha enriquecido a muchos sin que la sociedad haya recibido contrapartida alguna, pues en un número considerable, los programas para los que se conceden no pasan del papel, de la ficción, de la excusa para obtener fondos ilícitos.

Hora es de que se ponga freno a esta práctica, de que las subvenciones sean públicas y de que los programas se publiciten de manera que lleguen a todos, no solo a los interesados, de que no se hagan a medida, de que se prohíba la concurrencia a ellos a quienes estén relacionados con los partidos políticos en el poder, de que seamos serios y acudamos a las ONGs conocidas y con prestigio, independientes y rigurosas. Ya está bien de tanta aparente bonhomía de asociaciones creadas para fines espurios y de tanto amor de algunos políticos hacia estas creaciones particulares en detrimento de las conocidas y transparentes. Y en este punto, no me resisto a reconocer públicamente la labor de las ONGs de la Iglesia Católica, a la que un extremo discurso anticlerical quiere privar de fondos que utiliza, de verdad, para paliar las miserias humanas, sin ánimo de lucro y que se sirve de voluntarios que se mueven por pura filantropía. También reconozco a otras, aconfesionales o laicas, de las que cabe decir exactamente lo mismo, aunque sobre ellas no pesan peticiones de desaparición. Es que repartir pan parece incompatible con la profesión de una fe determinada.