Las recientes manifestaciones producidas en el centro de Valencia protagonizadas por estudiantes de Bachillerato y universitarios han puesto de relieve el descontento existente, que hasta ahora algunos pretendían creer que no existía, en los institutos y universidades por los recortes que el Consell valenciano está practicando en la enseñanza pública y que también se extiende a la educación concertada, al abonar con muchos meses de retraso el coste de la concertación privada.

Aunque la educación y preparación de los jóvenes es la base de la urdimbre social, el despilfarro que el gobierno de la Generalitat ha llevado a cabo en los últimos años ha llevado al límite las cuentas públicas valencianas, siendo la sanidad y educación pública las principales afectadas. En vez de admitir el fracaso de la política de obras faraónicas y eventos deportivos de coste económico desproporcionado y dar por terminados, de una vez, los delirios de grandeza de políticos que trataban de suplir sus carencias culturales e intelectuales con un barroquismo dominante en su actuación como gestores públicos, son los componentes más débiles de la estructura social los que están pagando las consecuencias de una crisis económica que no han motivado unido a la mala gestión de la administración pública valenciana.

Los institutos de los años 80, época en la que cursé mis estudios de Bachillerato y pre-universitarios, carecían de medios; los profesores tenían como material educativo una tiza y la pizarra excepción del profesor de idiomas que solía llevar de una clase a otra un pequeño radiocasete con el que los alumnos intentábamos escuchar conversaciones en inglés con un fuerte zumbido de fondo. En los cuatro años que pasé en el instituto apenas intercambié más de cuatro frases con mis profesores. En estos últimos años, y a pesar del incremento del fracaso escolar por la universalización y obligatoriedad de la educación hasta los 16 años, el esfuerzo que la sociedad española ha llevado a cabo en su educación ha sido mayúsculo. Lo que en otros países europeos se ha hecho tras varias decenas de años en España se ha hecho en varias legislaturas. Todo un entramado de programas de actuación sobre el alumno se ha puesto en marcha para ayudarle y corregir sus dificultades, programas que han invertido el vértice de la educación dejando de ser, como antaño, el profesor el principal protagonista para pasar a serlo el alumno y que han supuesto un incremento del presupuesto en educación. Las nuevas generaciones de profesores han suplido con voluntad e imaginación los problemas que se encontraban cuando la administración no los resolvía. Pero eso era hasta ahora. Que en un instituto corten la luz, no haya calefacción en invierno o no se contraten profesores interinos para suplir bajas por enfermedad o jubilaciones supone el desmantelamiento de la educación pública tal y como la hemos conocido hasta ahora. Que cuando los alumnos, la mayoría menores de edad, salgan a la calle a protestar por ello sean golpeados y vejados implica el temor del nuevo Gobierno, con la implicación directa de la delegada del Gobierno Paula Sánchez de León, a que las protestas ciudadanas se conviertan en un nuevo 15M cuya solución a las acampadas espontáneas que se produjeron el año pasado ya sabemos cuál hubiese sido: leña al mono.

La educación, como la sanidad, no puede ser un negocio que base su objetivo en conseguir resultados económicos ni en algo cuya gestión el Estado y las CCAA ansíen quitarse de encima para dejarlo en manos privadas. Nadie dijo que dirigir una nación fuera algo fácil. La educación de los jóvenes siempre será una actividad deficitaria y básica de las administraciones públicas cuya regulación legal y provisión de fondos debe quedar al margen de las ideologías y de la coyuntura económica.

Las sociedades, como las personas, se caracterizan por el trato que dan a los más débiles. Es fácil ser sumiso con el poderoso, con el fuerte. Lo difícil es serlo con el humilde, con el débil.