He tenido la oportunidad de escribir en este diario sobre los hechos por los que con posterioridad se le incoaron tres procesos penales a Garzón. En concreto en relación con el las escuchas a los letrados publiqué dos artículos, titulado el uno Secreto de confesión y el otro La inviolabilidad de la entrevista abogado-cliente. Me pareció entonces y ahora una ilegalidad de libro autorizar las referidas escuchas. Mi padre ejercía la abogacía y no creo equivocarme al afirmar que nunca le habría pasado por la cabeza que un juez espiara la conversación que él o cualquiera de sus colegas mantuviera con un cliente. A pesar del respeto que tenía y tiene por la judicatura puedo imaginar su indignación. Hay quien alega que la reunión no fue en el despacho del abogado. Y digo yo, qué mas da donde se produzca la misma, el lugar en este caso es lo de menos, aunque estéticamente quede todavía más horroroso si se colocan micrófonos en el propio despacho de un letrado. Estoy convencido de que el abogado que justifica las resoluciones de Garzón tiene la seguridad de que a él nunca le afectarán.

Un prestigioso comentarista político ha llegado a decir que la regulación de las escuchas es deficiente y que lo mejor sería por tanto que la ley prohibiera expresamente pinchar a un abogado. Así más o menos. Es casi de chiste. Qué mal tendrían que estar las cosas, en qué país tendríamos que vivir, para que la ley tuviera que proscribir lo que en España es obvio y notorio desde hace siglos.

La sentencia del Tribunal Supremo desautorizando las referidas intervenciones creo que es una buena noticia para el derecho de defensa, para el principio de presunción de inocencia y por ende para el proceso penal, torpedeado en su misma línea de flotación por actuaciones acordadas al margen de la legalidad.

De las otras causas que tiene Garzón, la de los cobros por los cursos en Nueva York ha sido sobreseída por prescripción. Le queda por tanto la que se refiere a la investigación de los crímenes de la Guerra Civil y el franquismo. Hoy casi nadie duda de que se cometieran crímenes horrorosos por ambos bandos durante la Guerra Civil y que por desgracia después de la contienda se condenaran a muerte a muchos inocentes en juicios sumarísimos e incluso sin juicio. Yo no me atrevería a decir que la ley de amnistía que decidió amnistiar todos esos hechos fue lo más justo que hubiera podido hacerse. Pero es lo que decidió un parlamento democrático. La voluntad del legislador quedó muy clara, que los delitos que tuvieron su causa en la guerra no enturbiaran la reconciliación entre los españoles y la transición en paz a un régimen de libertades. Hasta que llegó Garzón y quiso enmendarle la plana, transgrediendo la ley y sin competencia para ello. A pesar de todo, he defendido la conveniencia y la posibilidad de argumentar a favor de una interpretación que suscite la duda sobre la intencionalidad delictiva de Garzón, dictándose en consecuencia una sentencia absolutoria.

La condena de Garzón ha desatado furibundos ataques contra el Tribunal Supremo que superan con creces la legítima crítica por dura que sea la misma. Algunos medios estadounidenses han perdido los papeles pretendiendo dar lecciones de justicia y de independencia judicial a nuestro Tribunal Supremo. En su propia casa, una nación por otra parte tan admirable como los EEUU, tienen bastante faena. Precisamente hace unos días hemos conocido la noticia de la negativa a la revisión de un juicio a un español condenado a muerte desde 1994 y en el corredor de la muerte desde el año 2000, cuando parece que existen pruebas posteriores que acreditarían su inocencia. Por no decir del caso de la valenciana María José Carrascosa, a quien todos hemos visto engrilletada, encadenada y con una condena de 14 años de privación de libertad por unos hechos que en España en las mismas circunstancias es posible que no hubieran dado siquiera lugar al ingreso en prisión, y desde luego, nunca por esos años.

La tradición jurídica y jurisprudencial española es de las mejores del mundo desde hace siglos, y los magistrados del Tribunal Supremo, además de excelentes juristas, gozan de total independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional. Así que lecciones y tutelas en este campo, las justas.