Los líderes europeos se han convertido en un club de alpinistas: cada cierto tiempo se reúnen en una cumbre, otean el horizonte y se sienten felices al comprobar que las rutinas con las que se ha fabricado el paisaje de los últimos años, siguen ahí, inamovibles. Y por eso adoptan los mismos acuerdos que en las cumbres anteriores, despreocupándose por fruslerías como el incremento del paro o de la pobreza. Y, luego se vuelven a casa. Sin signos de congelación. Que a la cordada se incorpore uno nuevo debe ser motivo de regocijo, entre estas gentes habituadas a practicar la austeridad de la inteligencia y la imaginación, así que la llegada de Rajoy levantó una modesta expectativa. Sensación que don Mariano no desaprovechó, anunciando que alguna de sus reformas provocará en España una huelga general. Se lo dijo al jefe de Gobierno de Finlandia, lo que, bien mirado, es tan oportuno como cualquier otra cosa, que para eso somos europeos. El finés le escuchó con un gesto entre contrito y comprensivo, ¿qué iba a hacer el hombre? Seguro que pensó: el sur también existe.

Al fin y al cabo, que a uno de estos dirigentes le convoquen una huelga general es una gran suerte, una vez que un efecto político de la crisis consiste en que la vinculación vertical entre electores y elegidos se ha trastocado en otra prioritaria, horizontal, entre los que mandan -léase: entre los que están en condiciones de obedecer a Merkel y a los banqueros-. Esa va quedando como última, y casi única fuente de legitimidad. Y todo el mundo sabe que las huelgas generales tranquilizan a los mercados. Porque un fuerte movimiento de contestación significa que buena parte de los ciudadanos está enfadada, angustiada, temerosa, castigadaÉ ergo sus gobernantes lo están haciendo bastante bien. No es nada personal, son negocios. El lema de la mafia de ha instalado en esta fase avanzada del capitalismo como justificación extrema de lo que se nos dice cotidianamente que es inevitable.

En el cálculo de peligros se valora menos la ruptura de la cohesión social que la caída de la tasa de ganancia de algunos cuando el pájaro de la economía remonte. Con unos servicios públicos convertidos en servicios mínimos, serán inmensas las probabilidades de beneficios para los avispados -que serán los que puedan establecer vínculos con un poder financiero saneado con los tributos de todos-. A eso le llamarán refundar el capitalismo. Y los parados serán muy bienvenidos como auténticos reguladores de las relaciones laborales, garantes de la moderación salarial y promotores de reformas en la legislación que garanticen la desaparición de eso que antes llamábamos logros históricos irreversibles. ¿Pero qué va a pasar si la acumulación de tensiones impide que esa imaginaria excursión por los territorios del futuro se quiebre, que segmentos importantes de la población no aguanten el tirón? ¿Qué sucederá si algunos comienzan a entender que lo que les pasa es una suerte de violencia estructural que les permite reinterpretar sus reacciones en términos de legítima defensa? ¿Qué pasará cuando un número suficiente comience a rechazar las instituciones que permiten que el tránsito a la nueva ONG "capitalismo sin fronteras" se haga con resignación y un cierto orden, aunque no sin dramatismo? ¿Cuánto tiempo habrá que esperar para que en una de esas ascensiones verticales nuestros mandamases observen que han de aflojar el dogal de nuestros cuellos?

Por eso, supongo, Rajoy prefiere ser él mismo quien decida cuándo le organizan la primera huelga general, en la que, quizá, incluso encuentre una sensación de orden ahora perdida con unas protestas multiplicadas, que día sí y día también, llevan a la calle a miles de ciudadanos -muchos votantes del PP incluidos- que quieren defender servicios públicos, condiciones dignas de trabajo o un futuro para sus hijos. Muchas de estas movilizaciones son amplias, vistosas, inapelables en sus cifras. Pero también hay centenares de pequeñas muestras sordas y desesperadas de lucha de clases a las puertas de empresas cerradas casi sin darse cuenta, mientras los trabajadores buscan responsables de los múltiples desaguisados que nos dejaron, como bostas impúdicas, las famosas siete vacas gordas. Y como aquí jugamos todos, Botín echa la culpa prioritaria a los políticos. Y no le falta razón: al fin y al cabo aún no han eliminado cualquier tributación sobre los beneficios de los bancos ni legalizado la esclavitud. Pero, en fin, todo se andará si es inevitable. Porque a ninguno de los atléticos jefes europeos se le ve con ánimo de dimitir por defender algún principio inspirado en la solidaridad o la igualdad. Los principios, aquí, se los guarda el muy céntrico Gallardón para desproteger a mujeres o el infinitamente moderado Wertpara desmontar la educación para la ciudadanía, que se habrán dicho ellos, ¿total para qué?, ¿qué es eso de ciudadanía sino ganas de montar revueltas? Iglesia 2, resto de nosotros 0.

Ante tanto triunfo de la Justicia no me extraña que Camps haya acabado su tesis doctoral en unos 6 meses, según se dice por ahí. Yo, tonto de mí, que tardé cinco años en concluirla, no puedo sino rendir pleitesía, al coleguita. No me extraña que su nombre suene como Director General de Instituciones Penitenciarias. ¿Y qué decir de Ricardo Costa?: ha acabado la carrera de Derecho en un curso. No sé cómo se lo voy a explicar a mis alumnosÉ ¡ah, sí, que es presuntamente un superhéroe! Y el justiciero Trillo, al parecer, se nos va a Washington: espero que viaje en aviones seguros, que allí hay mucha inseguridad, y lamento que esta provincia pierda su mayor defensor. Dicen los más fieles que cuando la Macarena regresa a su basílica, al mediodía de cada Viernes Santo, vuelve más morena, porque es la única jornada en que le besa el sol. Es una verdad a medias: vuelve más morena del humo de las velas. Así estamos todos, ahumados y con los ojos rojizos. Y Camps, además, agradecido, que al fin y al cabo el paso de misterio que acompaña a la Virgen es el Jesús de la Sentencia. Y agradecidos los macarenos, que la CAM le pago las plumas de sus armados. Pero todo puede cambiar: "camarada Macarena", la llamó Alberti en la Transición. Y lo mismo Rajoy ordena que la saquen con pancarta delante de la próxima manifestación. Y de sus manos temblorosas colgará un mensaje claro: "¡Aquí no se salva ni Dios!".