No ha llovido mucho -y menos en Alicante- desde que esta ciudad destinara diversos lugares públicos, hoy de sobra conocidos por todos, para ajusticiar con la pena capital a los reos, condenados y personajes de dudosa calaña. Nos lo contaba el periodista Fernando Gil Sánchez en las páginas de este mismo diario hace ya casi tres décadas, y no por oscuro y morboso merece menos atención que otros fragmentos de nuestro pasado más benévolos y bucólicos.

Si les digo el nombre de Pedro Franqueza y Esteve, muchos de ustedes se quedarán a cuadros. Y no es para menos, ya que tan macabro y codicioso caballero vivió entre los siglos XVI y XVII. Sin embargo, si les aseguro que a media legua de nuestra ciudad, en la partida dicha antes "El Palamó", este Secretario de las Cortes y de la Santa Inquisición edificó 40 casas, denominando aquel pueblo -hoy barrio- como Villafranqueza, estoy convencido que ahora sí les suena más.

El poder de Franqueza no tuvo límites: "se enriqueció bajo el reinado de Felipe III, cometiendo todo linaje de abusos (É) Negociaba con todo, y cuando no podía obtener dinero en efectivo, se hacía regalar los objetos que más le agradaban". Del mismo modo, entre sus privilegios otorgados en gracia a su poderosa influencia "estaba el de levantar horcas, por supuesto que para utilizarlas en caso necesario (É) con la única condición de que una vez cumplida la fatal sentencia, tenía que desmontarla y trasladar el cadáver" (desde Villafranqueza) "a Alicante, para ser expuesto también en las horcas de esta población". Y así suponemos que sucedía.

"¿Qué lugares de nuestra ciudad se destinaban a tales menesteres?", se preguntarán ahora ustedes. La macabra exhibición permanente de las horcas se hacía en "el llano que hasta últimos del siglo XVIII existía en las afueras de la población, cerca de la orilla del mar, que después tomó el nombre de Portal de Elche y, más tarde, Plaza de las Horcas". La zona debía ser antaño realmente tétrica, pues junto a las horcas estaba "el tabladillo para los condenados a garrote vil". Desconocemos si aquellos artilugios frenaban los ataques delictivos de los alborotadores; sí podemos asegurar, en cambio, que al pobre campesino o al humilde artesano, al menos, se le debían caer los "palos del sombrajo" de miedo al pasar por la plaza. ¿Y a quién no?

Unos años después, por aquello de la modernidad, se trasladaron dichos elementos al paraje de "El Rihuet", en la actual avenida del Doctor Gadea. Lo de "Rihuet" venía porque en esa zona, junto al hermoso Baluarte de San Carlos, existía un barranco cuyo destino inexorable era el mar. Allí continuaron las horcas hasta el año 1832, cuando supuestamente desaparecieron para dejar como protagonista principal y de excepción al garrote vil, que se aplicaba "sólo" a los "delitos infamantes". El patíbulo continuaría siendo alzado en "El Rihuet" hasta la urbanización de los llanos, momento "en el que sería trasladado a los terrenos de lo que después sería el Parque de Canalejas".

De Pedro Franqueza y Esteve no sabemos mucho más de lo citado al comienzo de este artículo. En algún momento indeterminado de nuestro pasado, fueron descubiertas sus irregularidades y fue encerrado en la cárcel de Ocaña, haciendo bueno el dicho de "a todo cerdo le llega su San Martín". Intentó sobornar con "joyas al inquisidor de Valencia; con muchas alhajas a amigos de Toledo, y con cofres de oro y plata al extranjero". Pero ni con esas. Tras un proceso judicial largo y penoso -en el que se le acusó de más de 400 delitos-, se dictó su sentencia.

Franqueza no acabó ni en el patíbulo ni en una de sus horas, como podríamos pensar. Fue condenado a pagar una multa de "un millón y medio de ducados" (cerca de cuatro millones de las antiguas pesetas) y a cadena perpetua en la cárcel de León, donde pasó, si no toda, al menos una gran parte de su vida.

¿Aún seguimos creyendo que los tiempos pasados siempre fueron mejores que los actuales?