En el discurso más importante de su vida y clave para el futuro de su país, Mariano Rajoy tardó tres minutos en decir "etcétera etcétera" por si se necesitan pruebas adicionales del desinterés que la jornada le inspiraba. Pese a que el electorado le ha obligado a gobernar en solitario, tardó 25 minutos en refugiarse bajo el paraguas de la era Aznar -del primer cuatrienio, no de la legislatura del Escorial. Dado que la prosa del nuevo presidente no propiciaba los arranques de entusiasmo tribal, el grupo parlamentario del PP tardó media hora en aplaudir inopinadamente a su líder. Sin intensidad ni fervor sobresalientes.

Un Rajoy reservón desveló menos medidas que en un mitin electoral, y su duelo con Rubalcaba pareció el segundo debate televisado. En cambio, el presidente a estrenar prodigó mensajes de pánico, hasta el punto de que parecía más presto a huir que a asumir la responsabilidad en ciernes. En concreto, "el panorama no puede ser más sombrío", y el país se ha embarcado en un "círculo infernal". A continuación, anuncia la actualización inmediata de las pensiones. Deberá acordarse que la herencia recibida no es tan onerosa, si permite ese dispendio.

El líder del PP pronuncia "obio" por "obvio". Pese a ello, la calidad de sus obviedades es irreprochable y las amontona con una largueza que invita a considerarlas irónicas. "Es dramático que los desempleados sufran el drama del desempleo", "España no está sola en el mundo", "un estilo de Gobierno adecuado", "el futuro de España es cosa de todos", "la energía es un factor clave", "para mi gobierno no habrá españoles buenos y malos, habrá españoles", "España será lo que los españoles quieran que sea", "me gusta afirmar lo que estoy en condiciones de afirmar".

Peor está Rubalcaba, obligado a comenzar su intervención reivindicando que el PSOE encabeza la oposición, pese al encogimiento de sus perspectivas electorales. A cambio, Rajoy se enfrentó al país con la mirada permanentemente gacha, levantando sólo subrepticiamente la mirada. Asustado, para abreviar. De ahí que enroque sus tímidas propuestas en salvedades. Pretende "suprimir las prejubilaciones", pero añade las circunstancias excepcionales. Y se "trasladarán los puentes", de nuevo con excepciones por arraigo. Se trata por cierto de la primera ocurrencia del nuevo presidente, que le reprochaba tales improvisaciones a Zapatero. La industria del ocio, los viajes, la hostelería y la restauración celebrarán la reducción de sus fechas de negocio.

Rajoy insiste en "rejuvenecer", siendo él mismo la viva imagen del rejuvenecimiento. Se atiene a "lo que exigen las urnas, lo que demanda Europa", aunque no necesariamente por este orden. Indolente, traslada sus compromisos al futuro lejano. El año más mencionado en su discurso fue 2020, más allá de las dos próximas legislaturas y de otros tantos apocalipsis. Se remite a "lo que España necesitará en los próximos veinte años", cuando el paciente ya habrá fallecido. Su única cita inmediata es la ley de estabilidad presupuestaria, resuelta constitucionalmente por Zapatero. En el epílogo sensiblero, sólo faltó acabar vitoreando a la celebérrima niña del nuevo presidente. Rajoy no ha cambiado, España tendrá que hacerlo.