Las televisiones, las emisoras de radio y los periódicos de todo el mundo se están llenando estos días de un nuevo tipo de reportaje, que podríamos definir con el título de "burradas que hacían los españoles cuando se creían que eran ricos". Se trata de un subgénero periodístico, que basa su éxito en el infalible tirón que supone el contraste entre la dramática crisis actual y los dispendios irresponsables de dineros públicos y privados que se hacían en aquellos benditos tiempos en los que los perros se ataban con longanizas.

Los autores de estas piezas periodísticas suelen empezar con una farragosa enumeración de estadísticas sobre el desastre económico español y rematan la faena con ejemplos sangrantes sobre actuaciones concretas que nos han llevado al borde del abismo. Tras invertir miles de horas en la degustación morbosa de estos relatos apocalípticos, he observado en ellos un preocupante punto de coincidencia: la mayor parte de ellos, utiliza la Comunitat Valenciana cuando quiere ilustrar con casos reales el retrato de un país que funcionó durante muchos años como la casa de tócame Roque. Si los osos que pescan salmones en un río de Alaska se han convertido en un clásico de los reportajes del National Geographic, nosotros nos hemos convertido en una referencia imprescindible de la economía bizarra. En este paradisiaco rincón del Mediterráneo siempre tenemos a mano una macrourbanización fantasma llena de letreros de se vende, una obra pública faraónica que no se puede mantener por falta de fondos, una caja de ahorros saqueada por sus propios directivos o una cuadrilla de caraduras que cobraba a precio de oro informes de tres folios fusilados de la Wikipedia.

Observando esta sucesión de chapuzas, uno acaba llegando a la conclusión de que en un determinado momento, todos los chicos listos de este mundo se pusieron de acuerdo para venir a estas tierras a ponerse las botas. En algún momento, se debió correr la voz: ¡Vámonos a Valencia, que allí hay unos tipos que se lo tragan todo! Constructores tronados, organizadores de carreras de coches, comisionistas bigotudos, arquitectos peseteros, profesionales del autobombo y hasta duques participaron en esta rentable peregrinación . Todos fueron recibidos con los brazos abiertos, todos se marcharon con las carteras bien llenas y con el convencimiento de que en este Levante feliz uno se podía forrar vendiendo duros a cuatro pesetas, siempre que tuviera algún amigacho en la Generalitat.

Ahora, mientras hacemos el balance de los daños causados por esta plaga de mangantes, los habitantes de la Comunitat Valenciana hemos de hacer frente a un doble problema: por un lado, a las miserias de la crisis económica, que afectan a todo el mundo, y por el otro, al sentimiento añadido de vergüenza de vivir en un sitio que durante años ha estado dirigido por personas que convirtieron la gestión pública en un continuado ejercicio de irresponsabilidad económica y de catetismo de nuevo rico. Nuestro estado de ánimo colectivo se podría resumir con ese magnífico dicho valenciano de "damunt de cabró, a la presó".