El amor es el punto sobre el que gira la existencia, principio, sustancia y fin de toda vida amorosa, carnal, familiar. Sin embargo, el progreso ha facilitado la comunicación entre los pueblos y dificultado la de las personas, obstruyendo la intimidad de cada uno consigo mismo. Como consecuencia, nada hemos avanzado en el conocimiento del amor más allá de las sensualidades de Catulo, las introspecciones de Petrarca o los celestinismos místicos de Juan de la Cruz... Todo lo esencial del erotismo afectivo está en ellos, como cuanto sabemos del dolor de la condición mortal está en los clásicos griegos, Shakespeare o Quevedo. La verdad es que todos los hombres y mujeres hemos estado repitiendo el "te amo" de Adán y Eva y el "te odio" de Luzbel a Yavé.

¿Qué es lo que se interpone en el entendimiento de la pareja o la familia sino el íntimo malestar, aun sabiendo que es la otra persona la que puede complementar y aliviar nuestro mal con su comprensión? ¿Y cuál es la causa, consciente o no, de tal malestar, cotidiano y metafísico? Si miramos a nuestro alrededor, y a nosotros mismos, aceptaremos, mal que nos pese, que la Historia es un gran catálogo de luchas, derrotas y superaciones; que ese ser compuesto de innumerables seres que es el universo es como una galera en la que todos somos galeotes hacia la devastación, igual que nuestro propio cuerpo. Esa es la verdadera evolución darwínica del universo y de nuestra carne: tanto infinito es en realidad un mundo terrible en el que apenas hay oasis. El cosmos y el microcosmos viajan hacia la decrepitud: las estrellas y nuestras células se nos van cayendo, marchitando, muriendo. Y esa conciencia de fragilidad y desolación, oculta o consciente, nos aterroriza, nos bloquea, nos llena de recelos, nos inviste de una desconfianza que nos impide confiar y entregarnos al otro sin miedo.

Lo dicho supone una concepción fatalista del vivir. Pero el creciente número de depresiones y suicidios de las últimas décadas, y El Bosco, Brueghel, Durero, Schumann, Musorgsky, Dostoiesky É hacen que mi exageración sea poco hiberbólica si digo que "el mundo es un monstruoso ser ensimismado en su propio dolor". A tal existencialismo oponemos la racionalidad, la filosofía. ¿Y qué son las filosofías -por ejemplo, las consolatorias de Epicuro, Séneca o Schopenhauer- sino un intento de calmar la conciencia herida, el doloroso sentir de Garcilaso? Si la Historia muestra nuestra identidad de seres sintientes y sufrientes, pensantes y gozantes, en continua lucha y autodepredación, la filosofía pretende hacernos amigos de la vida, incluso si esta es nuestro enemigo. Supone la continua búsqueda de "una razón para seguir viviendo".

De modo que podríamos decir que toda la historia del pensamiento se ha reducido a descubrir si la vida merece vivirse. Y justo es reconocer que hay una estirpe de humanos que siente con más intensidad que los demás la tensión entre vida y muerte: aquellos que encuentran respuestas a las preguntas de todos porque todos necesitamos verdades que nos sosieguen, que nos ayuden a entender o aceptar nuestra condición mortal. A esas verdades humanas se llega por diferentes caminos.

Dícese que la Suma Teológica de Tomás de Aquino contiene más de dos millones de palabras; en cambio, un soneto de Petrarca o de Lope no alcanza las 100. Telemann, el más prolífico de los compositores, compuso unas 3.000 obras, lo que supone cientos de horas de música; sin embargo, la obra completa de Anton Webern no llega a las cuatro horas. Cervantes utiliza más de 13.000 palabras diferentes en su obra, y Shakespeare unas 15.000. Borges, en cambio, solía predicar que bastan unas pocas palabras para construir una gran obraÉ Ahora bien: lo que importa no es el volumen, sino la densidad, lo perdurable. La respuesta que sosiega porque supone una conquista, una autosuperación. Eso es lo que han hecho algunos grandes hombres. Beethoven, cansado de luchar contra el suicidio, escribió un día: "A la alegría por el dolor"; y compuso la Novena. Y Shelley escribió por las mismas fechas: "la alegría más grande nace de la tristezaÉ" Aquí debemos plantar nuestro punto de partida: convertir el desaliento en entusiasmo para poder sentir y amar sin el temor de la espada de Damocles que a todos nos espera y no debería desesperarnos.

¿No leeremos, o nos acercaremos al arte y el pensamiento, sabiendo que en los libros, la música y los cuadros están buena parte de nuestro equilibrio y la receta para la dicha?