Veo África. Quiero decir que veo sus contornos geográficos. No veo montañas ni ríos ni pueblos ni razas. Veo África. Sus trazos externos son negros, y negro es su interior. África no es verde ni roja. Podría ser blanca, pero es negra. Oigo África. Quiero decir que oigo los tambores de las tribus, los jinetes recorriendo los desiertos, cántaros de barro y agua en los oasis. La luz de su luna es blanca, y también los dientes de sus guerreros. Pero África es negra. El resplandor de las hogueras ilumina la selva. Pero los árboles de la selva son negros.

África olvidada. Semilla de vida en las entrañas. África incomprendida, presa de voraces apetitos. África mágica, hija del sol y de la luna. África hermana.

Los dos anteriores párrafos representan un sueño de hace años que conservo fresco en la memoria. Las frecuentes guerras, incluso genocidas, que se han sucedido desde entonces en el continente africano, me lo han recordado como si de una triste premonición se tratara. Y si triste y trágica es toda guerra, la existencia en África de los llamados niños soldado le otorga tintes todavía más dramáticos. Otra realidad inapelable es que un porcentaje importante de la población africana vive en la miseria más absoluta. Las hambrunas endémicas de algunas zonas, como las padecidas en el denominado Cuerno de África, retoman hoy los peores tintes de antaño. Cuando esto es así, de otros problemas ni merece la pena hablar. ¿Qué importa el progreso técnico y científico, tan escaso en la mayoría de los países africanos, cuando literalmente la gente se muere de hambre? Sí que quiero resaltar sin embargo algunas siniestras costumbres, fruto de la superstición y la ignorancia, de las que por fortuna la mayoría de las naciones de Oriente y Occidente nos hemos liberado desde hace tiempo. La ablación de los órganos sexuales femeninos y la persecución, a veces criminal, a que se ven sometidos los negros albinos, constituyen prácticas y actuaciones aberrantes que deberían movilizar a la comunidad internacional para la adopción de medidas eficaces que les pongan coto. Pero la realidad es que o no se adoptan o las que se acuerdan no son lo suficientemente operativas. Hambrunas, guerras, niños soldado, prácticas supersticiosas criminales o que atentan a los últimos reductos de la diginidad del ser humano, no son sufientes para que los países más avanzados se decidan a hacer una apuesta en común para acabar con dichas lacras. Y si esto es así, la esperanza de que se ponga remedio al atraso secular que arrastra África en el plano de la educación y la ciencia, es casi inexistente. De esta forma, gran parte del continente africano quedará sumido indefinidamente en la pobreza, la corrupción y las guerras tribales y de intereses económicos, detrás de los cuales se esconden en ocasiones la inconfesable voracidad de las llamadas sociedades civilizadas. Y eso son millones de seres humanos condenados a vivir, ¡qué paradoja, vivir!, en una vorágine de miseria y muerte. Nuestros Estados, las naciones civilizadas en que vivimos, están acostumbrados al resultado, por no decir beneficio, inmediato o cercano al menos. Las decisiones que no se ajustan a esos parámetros, y más si son de alto coste, no se adoptan casi nunca. Negro resultará entonces el futuro de África, pero nuestro horizonte, el de usted y mío, ciudadanos del denominado primer mundo, también lo será. Cuando ante las realidades expuestas se mira a otro lado, de alguna manera, también se ennegrece el alma.