Le he puesto pajarita a mis palabras y, en dirección a la iglesia de Monserrate, me dejo llevar por la fresca de la tarde más importante del mes de septiembre. Hoy es un día tan especial que quiebra el calendario. Y, como está escrito, las aceras se han dado la vuelta en una sola dirección. La gente, que forma parte de un ritual de armoniosos fervores, inicia la típica procesión de los murmullos con esa música de tacones corales que hace de los adoquines instrumentos improvisados a distintas alturas, lo que crea una coreografía de desequilibrios a cada paso con un ¡ay! sostenido. Nadie conoce a nadie, pese a que la luz cuelga de los balcones, a lo grande, formando figuritas de lado a lado. Un rezo que surfea entre los labios parece justificarlo todo. Y al llegar a la plaza de la Virgen de Monserrate, un manto de flores, como caído del cielo, devuelve las calles a otra primavera; la segunda en un año. Al fondo, las velas improvisan su primer ensayo, con la dificultad añadida de que los fumadores se agolpan a las puertas de la Manoléa. De pronto, como al inicio de una sinfonía, el silencio se hace primero chitón y luego boca, y los corazones, a un solo latido en do mayor, suenan en toda la plaza anunciando a la Virgen, que viste guapa y de fiesta grande; don José María Muñoz, con medalla de pájaro en la frente, se queda mudo-bronce y el resto sordo. Y es que un golpe seco, que da la salida, ha roto definitivamente la tarde al principio de un ¡oooh! de palmeras artificiales, de unos tres segundos de altura, que nos recuerdan lo efímera que es la vida en colores y lo dura que resulta en blanco y negro.

En ese instante, una voz me obliga a bajar de las nubes, cosa que me agradecen las cervicales, donde buscaba una paleta de colores con que pintar "la vie en rose" y oigo que me dice: "Estas palmeras son más grandes que las de San Antonio, San Sebastián, la Virgen de los Desamparados..." Genoveva, que así se llama una diminuta señora con una veladura de lutos frente a la calle Barranco, recitaba santos, santas, vírgenes, barrios, veredas y demás fiestas en donde los cohetes, por miles, competían en ruido y "polsaguera". Y al verla, se me cayó un taco, vete tú a saber de dónde, que rebotó en mi memoria como un sarpullido de agua fresca, y recordé que ella, como otros muchos vecinos del cinturón de la sierra de Capuchinos, aún espera cobrar la casa que le tiró el Ayuntamiento hace más de diez años, para poder pagar la hipoteca que no pueden pagar, y dejar así, con la prisa del cohete, la miseria a la que le obligan a sobrevivir; que para ella ni es efímera ni tiene colorines. Y justo en ese golpe final de un castillo de fuegos más artificiales que nunca, que por entonces ya me parecía un insulto en colores, mirando a Monserrate, y no me refiero a la Virgen, le pregunté: ¿Sabe usted, señor alcalde, si el humo de los cohetes "coloca"?. Y es que si no es así, no se explica, porque como dice el titular, "estos no son tiempos para tanta poesía".