El ilustrador Jordi Labanda publicó hace dos semanas en "Si te he visto no me acuerdo", su sección de Magazine, una pintada en la que se leía: "Basta de realidades, queremos promesas". La frase merece triunfar, aunque no se hará realidad ni promesa. En este momento ni siquiera se promete prometer. El kilo de promesa se está poniendo carísimo por dos razones.

La primera, porque nadie garantiza que ninguna promesa se pueda cumplir. Eso pasó siempre. La astucia retórica del "puedo prometer y prometo" de Adolfo Suárez se utilizó en un tiempo en que había riesgo de incumplimiento pero menos dudas acerca de la sinceridad de las promesas. Los 800.000 puestos de trabajo y, sobre todo, el tramposo "OTAN, de entrada no" de Felipe González los que reventaron la credibilidad de las promesas, desvinculándolas del compromiso.

Ahora nadie garantiza nada a dos días, sea real o ficticio. Por supuesto que nos referimos a la crisis y al crédito, pero podríamos hablar de los neutrinos, esas partículas, que si resultan ser más veloces que los protones, derriban la concepción del universo según la ciencia de los últimos 80 años degradan a fantasía una parte inmensa de la ciencia-ficción, lo que también es una pérdida que afecta al tiempo invertido en un género que resultó ser otro.

La segunda razón es que las promesas ya no hacen falta, por lo menos a Mariano Rajoy. Su tendencia a responder al estereotipo galaico de eludir el compromiso y su propensión a comportarse como un hombre de inacción encuentran una coartada perfecta en la incertidumbre de este tiempo. Por eso Rajoy no es nada prometedor y no aclara que hará con las pensiones, el sueldo de los funcionarios y el impuesto de patrimonio. La única certeza es que no tiene varita mágica.

A falta de grandes políticos con grandes contratos sociales, nos esperan relaciones informales.