En Estados Unidos se habían acabado las clases sociales desde que las ideologías habían sido sustituidas por la economía, según el politólogo estadounidense Francis Fukuyama en lo que fue un éxito musical en el cambio de siglo que bailaron agarrado los alegres liberales y los siniestros neocons.

El Tea Party, el hijo engendrado en aquel baile de fin de curso y de siglo, ha rescatado el término "lucha de clases" en cuanto Barack Obama ha presentado su plan para reducir en cuatro billones de dólares el déficit público, en el que "todos contribuirán con su justa parte", incluidos los más acaudalados. Impuestos, ricos y pobres, ¡eso es lucha de clases!, concluyó el republicano Paul Ryan. El titular de réplica del presidente -"No es lucha de clases. Son matemáticas"- está destinado a convertirse en estribillo del "rap" demócrata.

Ahora que medios de referencia, laboratorios de ideas y políticos sin complejos han impuesto el despotismo económico -todo para el rico pero sin el pueblo- esas medidas son inmediatamente descalificadas como populismo y electoralismo. Es curioso cómo conviven la más quisquillosa reivindicación de la pureza democrática con el más vasto desprestigio de los políticos y el desprecio de las elecciones y se tacha de populista o electoralista cualquier propuesta que no mantenga la fortuna de los ricos a buen recaudo de los recaudadores.

También es sospechoso lo bien que cala ese mensaje en humanos de clase media que practican la conducta canina de ladrar a los pobres pero no la de morder la mano que les quita de comer. Las medidas serán electoralistas y populistas si amagan y no dan.

De momento, se nota que toda esa alegría sádica con la que nos hablan de la necesidad de hacer sacrificios, recortes y repagos pierde ligereza cuando el cilicio mortificador cambia de muslo.