Me dirijo en taxi hacia mi gin tonic de media tarde, cuando por la radio anuncian la intervención de un experto en Bolsa. Un experto en Bolsa, sí, un bolsólogo, que a continuación explica sin pudor el porqué de los movimientos del parqué. La bolsología y la teología se parecen en que sus objetos de estudio se escriben con mayúscula (Bolsa y Dios) y en que ambas pertenecen, como diría Borges, al género de la ficción. Es cierto que hay ficciones previsibles, pero no es el caso. La gente que más dinero pierde en la Bolsa es la que más sabe, del mismo modo que el agnosticismo cunde entre los teólogos. También el póker está lleno de peritos arruinados. No hay nada como especializarse en una materia para ser devorado por ella, sobre todo si se trata de una materia volátil, como la poesía. Los mejores poetas, que son los malditos, murieron de un sonetazo en la sien.

-Un experto en Bolsa -dice entonces el taxista-. ¿Tendrán caradura?

-Tendrán -digo yo.

El hombre me cuenta entonces que hace tres o cuatro años invirtió parte de sus ahorros en acciones de su banco por consejo de un cuñado economista que trabajaba en él. Ya lleva perdida más o menos la mitad de lo invertido, pero su cuñado le dice que no pierda los nervios ahora.

-Dice el muy idiota que apriete los dientes y resista, que no es momento de vender.

-¿Y usted qué hacer?

-Pues apretar los dientes, qué voy a hacer.

Lo de la luz al final del túnel parece que de momento no es verdad. Es como cuando llevas en el cine dos horas, soportando una película espantosa que parece todo el rato que va a terminar, pero nunca termina. Lo mejor es abandonar la sala, aunque se tenga que molestar al de al lado. A veces se le hace un favor, porque se anima a salir contigo. Pues eso, que la pesadilla, digan lo que digan los bolsólogos, los politólogos y los teólogos, no termina. Deberíamos salir del cine en masa. Yo, de momento, me bajo del taxi, dejando al experto en Bolsa con la palabra en la boca, y me tomo un gin tonic en una terraza de Gran Vía.