Lo admito, el título de esta crónica se lo debo a Herman Melville. Admito, de igual forma, que no hay aquí una sola idea de producción propia. Ruego me disculpen sus autores y sus herederos. Tenía un compromiso con este periódico y debía cumplirlo. Y ante mi incapacidad -acorralado, exhausto, yermo, vencido-, no he sabido encontrar más que un sendero que me conducirá a la perdición y al escarnio. El tiempo era breve y las esperanzas pocas. Pero -ruego clemencia-, desesperado, he intentando zafarme en un ejercicio de desesperación y me he visto obligado a hurtar, a copiar, a expoliar y a masacrar una herencia que no me pertenece. Pero, ¿qué otras opciones tenía? ¿El retrato costumbrista? ¿La loa enajenada? ¿La concatenación de epítetos? ¿Los lugares comunes de la posmodernidad?

He sufrido el acoso de la pedantería, del narcisismo culturalista y he resistido a la poderosa tentación de incurrir en la boutade. He intentado eludir mi responsabilidad frente a lo ocurrido. Y, al final, tan solo he conseguido perpetrar este delito.

Deseaba narrarles, preso del don y del genio, un suceso que en apariencia no era más que un espectáculo de flamenco. Pero no ha sido posible. A cambio, dejo aquí, la plegaria de un fracaso.

En descargo, solo puedo alegar que La edad de oro es una obra magistral en manos de un artista total. Un espacio donde se dan cita la tradición y su traducción, ayer y mañana. Un mundo de referencias donde cabe Nijinski y Enrique el Cojo, el expresionismo alemán y la fragua, Triana y la caverna, el cante clásico y el mimo, el tenebrismo y la guasa, el postestructuralismo y el barroco, la parte y el todo, la Teoría Queer y la pandereta, la geometría y el caos.

Israel Galván, el mejor bailaor del siglo XXI según sentencia del tiempo, consiguió lo que ya se nos antojaba imposible: reestablecer una verdad que poco a poco vamos dando por perdida. La dignidad de la condición humana y la cultura como patria.

Esto es todo. Pero si usted, lector, era uno de los espectadores que el pasado domingo se encontraba en la sala y dispone del tiempo y los recursos necesarios, hágame este favor: cuente lo que yo no he sabido narrar. Explíquele a sus allegados que un domingo por la tarde en un mundo sórdido, injusto y aciago, en un teatro del Mediterráneo, un artista sembró una esperanza.