Mamá, ¿temes algo en la vida?", me espetan en pleno desayuno. Las prisas y la imprudencia me llevan a pensar que "No, no temo nada", pero mi subconsciente se hace dueño de mi voz y afirmo que "Temo estar muerta en vida". No lo había pensado hasta ahora, pero es cierto, temo el día en el que pueda estar sentada a esa misma mesa, también a la hora del desayuno, enfrente de una extraña, quien en realidad es la persona que más deseé tener en brazos cuando nació. Temo mirarla y no saber quién es ella, ni quién soy yo, no recordar qué pasó, no poder hablarle de su infancia, ni aportarle mi experiencia y consuelo en los momentos duros de la vida. Temo al alzhéimer, una dolencia que puede estar ya en mí, pero que no se manifestará hasta dentro de quince o veinte años convirtiéndome en uno de los 66 millones de enfermos en 2030. Temo sobre todo que no haya recursos suficientes de la Administración que eviten esclavizar a mi hija. Es lo que más temo, morir, pero estar viva.