Escribo esta última colaboración en época electoral el jueves por la tarde. Acaban de cerrar los mercados y los periódicos españoles, en sus ediciones digitales, abren con la posibilidad de que el Banco Central Europeo (BCE) pida al Fondo Monetario Internacional (FMI) que compre deuda española e italiana para evitar tener que intervenir ambos países, como se hizo en Irlanda, Portugal y Grecia. Curiosamente, esa noticia no aparecía a esas horas en las ediciones digitales de los grandes rotativos europeos. Pero lo cierto es que, como apuntaba en mi primera colaboración del 6 de noviembre, lo que pase después de las elecciones, la felicidad anunciada al inicio de la campaña por el candidato Rajoy, está cada vez más pendiente del "permiso de la autoridad competente", que son los ya mencionados BCE y FMI y la coalición que gobierna Alemania, integrada por la CDU-CSU (miembros fundadores del Partido Popular Europeo) y el pequeño partido liberal. Era dramático escuchar el jueves al mediodía, desde Soria al presidente Rodríguez Zapatero apelando a la Comisión, el Consejo Europeo y el Banco Central y recordándoles sus obligaciones y competencias en la salvación de toda la eurozona. En ese momento la prima de riesgo de España rozaba los 500 puntos de diferencial con el bono alemán, la línea roja que ya había franqueado Italia 48 horas antes pese al cambio de Gobierno. Una llamada de angustia que, en buena lógica, deberían haber hecho suya inmediatamente el resto de fuerzas políticas españolas en lugar de seguir a la suya durante la campaña. El debate político de fondo, el de verdad, no es nacional sino europeo y global, como escribía hace siete días el expresidente Felipe González. Pero esa es una visión de estadista, de los que quedan pocos aquí y en la UE.

Con estas incertidumbres, con la espada de Damocles sobre nuestro país, hemos llegado al final de la campaña. Los institutos demoscópicos nos bombardearon el domingo pasado con sus encuestas. Todas coincidían en el pronóstico, con una horquilla de diputados para las formaciones muy similares, pero ninguna de las fichas técnicas desvelaba el porcentaje de quienes pensaban acudir hoy a votar pero dudaban todavía por quién hacerlo. A lo largo de la semana se ha hablado de una cifra del 21% de los electores, un porcentaje que puede variar la correlación de fuerzas parlamentarias anticipada. ¿Se han movido las encuestas iniciales? ¿Ha servido de algo la campaña de unos y otros? ¿Influirán en la decisión del voto los sucesos de esta semana en nuestro continente europeo, el miedo que nos sacude a todos?

Ha sido significativo conocer, en la recta final de la campaña, parte del contenido del programa electoral del Partido Popular y de su candidato a la presidencia del Gobierno. Unos, por euforia anticipada y otros, por precaución ante lo que viene, han revelado lo que era fácil presumir. En esta Comunidad Valenciana, con dieciséis años de gobiernos del PP en la Generalitat, las tres Diputaciones y los ayuntamientos de las principales ciudades, el programa no sólo no está oculto sino que es conocido en cualquiera de los campos que queramos analizar: el abandono de la educación pública en todos sus niveles; el desmantelamiento progresivo del sistema sanitario público y universal; el incumplimiento de la Ley de la Dependencia (contándose por miles los fallecidos en espera de una ayuda a la que tenían derecho); el colapso y pérdida del sistema financiero autóctono (cajas y Banco de Valencia); el predominio de la economía especulativa (la del pelotazo con la calificación urbanística del suelo, muchas veces sin transparencia y con corrupción) sobre los sectores industriales tradicionales (práctica desaparición del IMPIVA y los Institutos Tecnológicos); el Instituto Valenciano a la Exportación bajo sospecha desde los tiempos de Julio Iglesias ¿recuerdan?; el despilfarro en infraestructuras y dotaciones (aeropuerto de Castellón, Terra Mítica, Ciudad de la Luz, el Instituto de Investigación Príncipe Felipe) o grandes eventos de dudosa rentabilidad económica y social; el favoritismo en muchos niveles, incluidos los medios de comunicación (con RTVV a la cabeza); etc. Es decir, la ruina de una Comunidad y de sus gentes, con unas administraciones públicas endeudadas e incapaces de hacer frente a la más mínima de sus obligaciones.

Cuando lea estas líneas es muy posible, estimado lector, que ya haya votado. Enhorabuena, cualquiera que haya sido su opción elegida. Mi voto habrá sido para decir no a ese modelo de gobierno valenciano que don Mariano Rajoy ha puesto tantas veces de ejemplo de lo quiere para España, "el modelo a seguir" según sus palabras del pasado 13 de noviembre en la plaza de toros de Valencia. Quiero un pacto nacional por el empleo, sí, pero con equidad, con impuestos según las capacidades de cada uno. Sin recortes en tres de los pilares del bienestar (educación, sanidad y dependencia). El cuarto pilar, las pensiones, están garantizadas por la actualización del Pacto de Toledo, intocable los próximos años salvo que las Cortes lo modifiquen ahora. Reducción de la deuda, sí, pero con los tiempos necesarios para no poner en peligro la inversión pública y privada que genere crecimiento económico y trabajo. Si la crisis se anuncia larga, y lo peor está por venir, quiero un gobierno que pelee en las instituciones europeas para salir todos juntos, nosotros, y también los griegos y los portugueses que tanto están sufriendo. Es decir, quiero un futuro con dignidad y esperanza. Que no deje a nadie en el camino. Que las grandes decisiones económicas estén regidas por la cohesión y el equilibrio, social y medioambiental. En definitiva, recuperar para y desde la política valores y principios que han transformado tantas cosas en España en estos treinta y cuatro años de democracia.