En la última campaña electoral fui a bastantes mítines de diferentes partidos y pude constatar con pesadumbre que algunas de las causas que debían galvanizar a las gentes realmente preocupadas con la realidad social de Orihuela apenas conmovían a nadie y se aplaudía su reivindicación con desgana en el mejor de los casos. Casi 30 años de ocultación de la realidad tienen su precio y esto pudiera ser una explicación, pero no me basta y pienso que algo hay de idiosincrasia particular en ello.

Cuando un mitinero en plena euforia apelaba a la recuperación de la Universidad de Alicante o a la necesidad de poner en valor el patrimonio monumental y arquitectónico, casi nadie reaccionaba instintivamente. Cuando un político falto de aplausos llamaba la atención sobre los desaires a la figura, grandiosa, de Miguel Hernández o pedía una urgente actuación sobre El Palmeral, pocos abandonaban el sopor e irrumpían en apasionadas ovaciones. Cuando un aspirante a edil o alcalde lamentaba el estado del río y recordaba el robo del agua o ponía su mirada en el Hospital, apenas unos cuantos saltaban genuinamente de sus sillas. Cuando un meritorio se escandalizaba por la degradación de muchos barrios o hacía ver la importancia de la costa y su abandono, los menos expresaban sinceramente su indignación. Era necesario forzar el aplauso, repetir la frase, gritar voz en cuello. Esto mismo vale para la distancia que nos separa de las pedanías y muchos otros asuntos capitales. Si no estamos concernidos directamente parece que no va con nosotros, no somos capaces de ver el alcance del mal y la pérdida que significa para todos como municipio. De hecho, da la sensación que tenemos un sentido muy fragmentario de nuestro territorio y de nuestras prioridades. Hago estas reflexiones ante el estupor que me produce el poco cabreo que genera noticias como la que muestra las miserias de la calle Arriba y aledaños. Situación extensible a gran parte del cordón de la Sierra o al despoblamiento que sufren lugares paradigmáticos como la Calle Mayor.

Nos hemos acostumbrado al deterioro pertinaz de la ciudad, el municipio entero, y no creemos posible su revitalización. En muchos lugares se han acometido empresas más audaces y difíciles. Nos conformamos con criticar en privado o con afirmar que no hay arreglo posible, instalados en una fatalidad que nos inutiliza y que logra algo peor, anula el simple deseo y nos ubica en la más paralizante de las desesperanzas. No somos capaces ni de imaginar qué podría ser de Orihuela si nos pusiésemos todos a trabajar verdaderamente en favor de ella.

Tiene razón Antonia, la Moreno, somos un pueblo donde se imponen los tristes y hay que acabar con eso. Sí se puede mejorar la situación de marginalidad de muchas zonas del municipio. Sí se puede mejorar la economía local. Sí se puede hacer de Orihuela un referente ejemplar y atractivo. Y sí se puede realizar algunos proyectos emblemáticos, no todos, pero sí algunos. Tenemos el patrimonio cultural, natural e histórico, capital humano, gentes generosas y capaces con ganas de colaborar, pero debemos dejar de mirarnos el ombligo y de frotarlo hasta la irritación con pregones plagados de ditirambos para autoconsumo, para implicarnos sinceramente en fomentar políticas de solidaridad social, reconstrucción de entornos, embellecimiento de barrios y desarrollo de un urbanismo ecológico, sostenible, compacto y eficiente.

Hay un modelo, la ciudad mediterránea que hemos abandonado y unos referentes, construir pensando en los más débiles: los niños, las mamás embarazadas, los ancianos, los minusválidos, los marginados. Si trabajamos para hacer una ciudad, un municipio, a su medida pronto veremos cuál es el camino. Seguir en el fatalismo es apostar por el fracaso de este pueblo que lo tiene todo para prosperar.