Visité Bélgica en 1988, cinco años antes de la reforma constitucional de 1993 que definió el país como un "Estado federal que se compone de comunidades y regiones". Nuestro anfitrión nos recomendó visitar la ciudad de Brujas, en la parte flamenca del país. Una vez allí no tuve dificultades para comunicarme en mi precario francés mientras nos movimos por las zonas turísticas. Pero en cuanto nos salimos de ellas, el paisaje cambió radicalmente. En los barrios de gente corriente no se percibía ningún asomo del bilingüismo. En una taberna de parroquianos donde pedimos en francés nos sirvieron sin palabras, y a la hora de pagar nos despacharon con un escueto "fifty". Era su máxima deferencia con dos extranjeros que no comprendían el flamenco. El dueño podía hablar francés, pero prefirió presentar la cuenta en inglés. Me pregunto si hubiera renunciado a cobrar si nos hubiéramos hecho los idiotas. Aquel día lo vi claro: la unidad nacional belga estaba condenada, tal vez porque nunca había existido, y los flamencos acabarían dinamitando el Estado desde dentro, porque se habían convertido en la comunidad más fuerte, demográfica y económicamente, pero sobre todo, porque tenían la clara determinación de hacerlo. El cómo y el cuándo, en cambio, eran grandes incógnitas. Y lo son todavía.

Hoy, solo en la parte francófona se registran manifestaciones a favor de la unidad y en contra del fantasma de la partición. En la parte flamenca no se ven demostraciones del mismo tipo. Flandes se siente fuerte y capaz de volar en solitario, mientras que Valonia piensa que va a salir perdiendo si Bélgica deja de existir. Antaño, el sur era la parte desarrollada, con siderurgia e industria pesada, mientras que el norte estaba más atrasado. Pero ya hace unos años que cambiaron las tornas. Las grandes plantas industriales del sur fueron cerrando, mientras en el norte se desarrollaban los servicios de valor añadido. Y con el cambio llegó el momento de la gran revancha. El francés había sido la lengua oficial de todo el reino y también la adoptada por las minorías dominantes flamencas para progresar, pero la calle siempre la sintió como una imposición y nunca abandonó el flamenco. Y al amparo de la diferencia lingüística se ha reconstruido una identidad nacional con una base histórica: Flandes, el país que se enfrentó a los imperios español y francés y que forjó ciudades de la importancia comercial de Amberes, Gante y Brujas, además de Bruselas, que se volvió bilingüe por los vaivenes de la política y especialmente tras su conversión en capital administrativa del estado belga, creado en 1830 en clave francófona.

Los flamencos constituyen un 59% de la población belga, y en las últimas elecciones el partido más votado fue el independentista N-VA, una formación liberal que rechaza la transferencia económica (solidaridad o expolio, según quien lo cuenta) de Flandes hacia Valonia. Solo la exclusión del N-VA permitió la semana pasada alcanzar un acuerdo sobre la reforma administrativa y electoral del entorno de Bruselas, donde seis municipios flamencos con minorías francófonas rompen la tónica monolingüe que se da tanto al norte como al sur de la divisoria (con la excepción de Bruselas y de la zona oriental donde vive el 1% de habla alemana). El pacto abre el camino para que Bélgica vuelva a tener gobierno tras un año y medio de sobrevivir sin él -y sin excesivos problemas- pero cabe preguntarse qué futuro le espera a un acuerdo que excluye la primera fuerza política de la región más poblada. Tal vez Bélgica sobreviva muchos años como una especie de confederación con poco más en común que el rey, la selección nacional de fútbol y el politeísmo de las cervezas, o tal vez llegue a un desmontaje pactado, con la Unión Europea protegiendo la ciudad-estado de Bruselas. Sea como sea, el caso belga recuerda que las identidades, especialmente las que se refuerzan con una lengua propia, son capaces de persistir a lo largo de las generaciones, al margen e incluso en contra de lo que digan las constituciones.