El asunto de la lengua es muy sensible y como tal lo entiendo, pues constituye un vehículo de comunicación y una parte esencial de la cultura e historia de un pueblo. Y comprendo, cómo no, a los catalanes en su afán de extender, no ya solo de proteger su idioma, porque forma parte de su propia identidad. Ahora bien, esta comprensión no me puede hacer cerrar los ojos ante dos realidades que se han hecho notar estos últimos días con cierta evidencia.

La primera, que la inmersión lingüística, eufemismo de imposición cuando es obligada y por tanto elementalmente rechazable, siendo un procedimiento adecuado para conservar la lengua propia, también lo es para ahogar otra, igualmente propia de muchos catalanes, pues el español es idioma no solo oficial, sino lengua materna de muchos no nacidos en Cataluña e incluso de muchos nacidos allí, pero catalanes a todos los efectos. La inmersión, es decir, el ahogo de lo que es sumergido, es siempre una fórmula que limita derechos de otros, lo que carece de legitimación cualesquiera que sean los fines perseguidos, su supuesta bondad y, desde luego, equipara peligrosamente conductas anteriores copiadas miméticamente, lo que autoriza a calificaciones políticas similares salvo que se quiera caer en arbitrariedad o en maniqueísmo dogmático. Ahogar es siempre limitar la libertad de otros sea cual sea el fin pretendido. Lo razonable sería, pues, convivir intentando que pervivieran ambas lenguas, ricas culturalmente, sin necesidad de ahogar ninguna de ellas. Porque, de verdad, no es necesario hacerlo por mucho que se empeñen quienes abogan por la inmersión.

La segunda, que en un Estado de Derecho nadie puede oponerse a las decisiones emanadas de los tribunales, aunque no gusten y mucho menos enorgullecerse de hacerlo o creerse legitimado para la subversión alardeando de valores absolutos por otro lado manipulados o manipulables según el momento histórico y el juego de poder. Porque, no acatar la ley desde la prepotencia que proporciona un cargo institucional es intolerable y abre las puertas a que los demás hagamos lo propio cuando no nos gustan sus decisiones en otras parcelas. Si se trata de implantar la Divina Acracia, aquí estamos dispuestos con ánimo adolescente; pero si es un Estado constitucional lo que nos rige, la desobediencia judicial es, simplemente, un delito provenga de quien provenga y quien así actúa debe soportar el peso de la ley. No hacerlo implica un doble privilegio. Uno, el de no cumplir las sentencias; y, otro, el de ser impune ante los tribunales aunque se incurra en una actividad delictiva.

La actitud del gobierno catalán declarando sin disimulo alguno que no cumplirá las resoluciones judiciales que entienda contrarias a su política lingüística, son de tal gravedad en un Estado de Derecho, que deben hacer encender todas las luces de alarma, pues si se rompe el esquema básico de la división de poderes, habremos descompuesto los pilares en los que se asienta, creando una situación de inseguridad, de arbitrariedad y de desigualdad de salida tan compleja, como imposible.

Las resoluciones judiciales se cumplen, sin excepción alguna y se recurren en su caso ante los mismos tribunales, no valiendo como argumento para justificar la desobediencia alegar la incompetencia de determinado tribunal, como argumenta la Generalitat, pues, jurídicamente, esa incompetencia también corresponde declararla a los tribunales. Y lo digo sin entrar en las razones aducidas por la Generalitat, que no están huérfanas de razón aunque ésta sea muy compleja.

Pero, si la conducta de la Generalitat catalana es grave, más lo es la comprensión mostrada por ciertos miembros del Gobierno, particularmente Chacón y Caamaño (y a última hora Rubalcaba), cuyas declaraciones públicas han dejado a Zapatero en un lugar preocupante, pues, como presidente no puede tolerar que ningún ministro abandere o apoye una involución democrática representada en una llamada a la desobediencia judicial. Póngase remedio urgente a esta situación, lo que exige, por un lado, como ya ha hecho la Generalitat, recurrir la resolución de TSJ catalán si considera que dicha decisión no es ajustada a derecho, pero omitiendo todo pulso ilegítimo que roza lo delictivo; y, por otro lado, cumpliendo la sentencia si la misma se confirma, pues si es así, el derecho de los padres demandantes, amparado por una decisión que satisface su pretensión de que sus hijos estudien en castellano, tiene que ser atendido sin dilación, ni excusa. Lo mismo que cualquier ciudadano atiende los requerimientos de la Generalitat catalana, cuya legitimación en el ámbito de sus competencias nadie discute.

Si imitamos a la Generalitat y a los ministros incontrolados -o no-, cualquiera podría hacer lo mismo con idéntica legitimidad, pues la obligación de sujeción a los tribunales es de todos, personas físicas y jurídicas, privadas o públicas. La Constitución no distingue y Cataluña también está sometida a ella. Son las reglas del juego y la política no puede alterarlas.

Nota: BOE de 2 de agosto. Hacienda, a través de la Real Casa de la Moneda, se va a gastar 638.000 euros en lotes de Navidad para sus empleados. El despilfarro de medidas como ésta, de las que el BOE está plagado aunque no nos enteremos, deslegitima los discursos de austeridad y descalifica a nuestros gestores públicos.