Somos un país extraño. Construimos aeropuertos sin aviones, pisos sin compradores -vaya usted ahora a un banco a pedir un préstamo-, hacemos trasvases sin agua (el Júcar-Vinalopó se muere de asco) y trazamos Aves por todo el territorio patrio para ciudadanos que no podrán pagar el precio del billete. Pero así somos. Hay psicólogos que afirman que el ser humano no cambia salvo que en su vida se produzca un acontecimiento de tal calibre que modifique por completo su comportamiento. Pues me da que la crisis va a ir en esa línea, la de crear traumas. Recuerdo las palabras de un constructor-promotor cuando compré mi piso en Alicante: "Joven, -en 1991 lo era- la cosa pinta muy mal porque el señor González ha hecho una reconversión industrial bestial y sólo ha dejado a la construcción como el motor de la economía en España". Desde luego no se equivocaba. Con el paso de los años su predicción se cumplió. Empezamos a construir pisos muy por encima de la demanda real y contratando mano de obra con escasa cualificación laboral -los sueldos eran atractivos- que una vez que se ha venido abajo el mercado inmobiliario son carne de paro indefinido. Los especuladores hicieron negocio rápido y hubo una depredación del territorio -sobre todo en la costa mediterránea- de la que tardaremos en recuperarnos, si es que algún día salimos adelante. Resultado, un país de servicios que sobrevive gracias al turismo y a la exportación. El presidente de los empresarios alicantinos, Rafael Martínez Berna, tiene razón cuando afirmaba ayer en una entrevista en este diario que sin el sector de la construcción no podemos salir de la crisis. Es cierto, pero el ladrillo debe sumar y nunca ser la principal actividad de un país. Aprendamos de los errores del pasado y busquemos alternativas, aunque vayan en contra de nuestra idiosincrasia.