A penas se está hablando de corrupción en la campaña y esto podría significar que electores y elegibles han descontado su influencia. Los chinos tampoco usan paraguas durante los monzones. Ni siquiera Rosa Díez, cuyo falsete de señora madura que aguarda turno en el mercado comienza a irritarme, aprovecha el tema para la suerte de banderillas y sólo parece interesada en demostrar que tres partidos políticos son más saludables que dos. Un matiz añadido a su desaparición del debate es que nadie sabe exactamente qué es corrupción. Alguien la definió como todo comportamiento que, de convertirse en conocimiento público, conduciría a un escándalo. Pero esta es una definición insuficiente porque aquí nadie se escandaliza en un grado tan insoportable como para alterar su voto.

Más que a cierta relajación moral, nuestra indiferencia puede obedecer a las dimensiones del latrocinio. En otros lugares, los escándalos poseen una refinada grandeza que contrasta con las humildes pretensiones del bandolero castizo. Acuden a mi memoria los casos de Murdoch en Gran Bretaña, L´Oreal en Francia o el estrictamente político que obligó a dimitir a Willy Brandt: su secretario era agente del KGB. Es impensable que un primer ministro español cobre comisiones de Zara o Coca-Cola, o que despache a diario con un espía marroquí. Esta diferencia de magnitudes implica que las consecuencias también sean distintas. Por ejemplo, el 75% de los políticos estadounidenses afectados por escándalos vuelven a ser elegidos y en Japón el porcentaje se reduce a un 60% (la tendencia al suicidio distorsiona un tanto las cifras); en España, es el 99,99 % e incluso la mayoría ocupa de nuevo su lugar en las listas tras cumplir la pena de inhabilitación.

Ocurre que no hay comparación posible entre un ministro italiano que se reúne con un mafioso en una "trattoria" para desbloquear el tráfico de heroína y otro español que se entrevista en una gasolinera con el amigo de un primo que quiere reciclar analgésicos. O entre un avaricioso político ugandés con cuenta secreta en Zurich y un menesteroso colega valenciano que se siente satisfecho con tres trajes mal entallados. Además, nos pierde la ostentación tosca que suele excitar el ánimo de los fiscales en cuanto comprueban que una declaración negativa de renta convive con el parque automovilístico del sultán de Brunei. Bien mirado, el único indicio que nos homologa presuntamente con países más rumbosos es por ahora el del duque de Palma, un plebeyo emparentado con la Casa Real que logrará convertir a Marichalar en un yerno austero. Pero incluso aquí perdemos en la comparación: si la reina Juliana de Holanda tuvo que abdicar porque su marido cobró comisiones de una empresa aeronáutica, Urdangarín ha sido empitonado por venderle informes en blanco al Gobierno balear. Lógicamente, se habla entonces de divorcio mucho más que de Alcalá-Meco y por una vez nadie ha pronunciado las palabras indulgentes de moda: pongo la mano en el fuego por él.