Proserpina era una muchacha bellísima. Una pera en dulce. Tras un baño, retozaba a la orilla de un lago a los pies del Etna. De súbito, un musculoso sátiro apareció y, pese al forcejeo y resistencia de la joven, rugiendo de pasión se la llevó en volandas.

La madre de Proserpina, Ceres, advertida de su ausencia, la buscó desesperada por doquier. ¿Raptada? Sus aullidos de dolor, propios de una divinidad enloquecida, restallaron por el orbe. Alguien le aconsejó: acude al Monte Olimpo, habla con Júpiter.

Júpiter, quien todo lo sabía, frunció el entrecejo. Amaba de veras a Ceres, protectora del agro y las cosechas ("cereal"). Pero temía las malas pulgas de Plutón, el rudo actor del Rapto de Proserpina, quien, feliz, ya gozaba en el averno de su dulce compañía.

Ante dilema tal, Júpiter, padre de los dioses, dictó sentencia: puesto que Plutón ha desposado a Proserpina, permanecerá con él, en las tinieblas subterráneas, seis meses al año. El semestre restante, lo pasará en armonía con su madre Tierra, o sea, Ceres. Eso explica que una mitad del año, otoño e invierno, sea oscura, fría, turbia, latente, estéril. La otra, primavera y verano, una fértil explosión de luz, calor, flores y frutos.

Pongamos que hablo de los opuestos: de ese globo al que llamamos vida subiendo y bajando de la gloria a los infiernos; de Eros y Thanatos; de esperanza y frustración; júbilo y depresión; de bondad y maldad; de gozos y sombras en el alma de cada cual.

Pongamos que hablo de la política, raptada por el poder financiero; del euro, raptado por los mercados; de Europa -un mercader disoluto e inepto- sometida al vaivén del dinero; de esclavitud y dignidad; crisis y opulencia; de rapiña, paro y desahucio; del culto al lujo y de la hambruna mortal.

Pongamos que -siendo fiel a la mitología- hablo de la Naturaleza, es decir, de Proserpina, quien por estas fechas regresa a los dominios de Plutón. Y para mayor desazón, con la que de modo inminente se nos viene encima: el cambio. De hora.