ETA fue el último, el terrible legado del franquismo, y ahora, cuando entona su cínico canto del cisne, no está de más recordarlo. Porque hemos ganado. Hemos ganado los demócratas. Y lo decimos tantas veces que corremos el riesgo de que se nos convierta en tópico. Pero es verdad: la serenidad de la democracia española, salvo algunos infames episodios en que se buscaron atajos, es lo que ha acabado con la lógica de la violencia política. Esa es la esencia de la cuestión y no los propósitos de los terroristas. La perpetuación de la violencia prolongó en el País Vasco una dictadura de puños y pistolas frente a la que se han sublevado, a veces con heroísmo -el heroísmo que no debe existir en las democracias-, servidores públicos, políticos -los tan denostados políticos-, periodistas y ciudadanos de toda condición. ETA consiguió, a partir, al menos, de la aprobación de la Constitución, que todas sus víctimas fueran inocentes: por perniciosas que hubieran sido, nunca serían peores, ya, que sus asesinos. Es la ruptura de esa dialéctica entre el pulso a las instituciones que buscan una convivencia pacífica y racional -por imperfectas que sean- y la toma de la vida y la libertad individual, lo que hoy debemos celebrar. Todos. Y, si quieren, que los etarras también brinden por su fracaso. Otra dictadura ha concluido.

Pero tras las fiestas acechan las tentaciones. Porque ETA también era una costumbre, nuestra peor costumbre, la que fatigó el diccionario buscando adjetivos que incrementaran la descripción de un horror indescriptible.

Tentación, pues, de proseguir con algunos hábitos mentales, de no asumir que la victoria supone que algo cambiará. Tentación, claro, de inundar los pechos propios de medallas y de negárselas al adversario: la unidad, que siempre ha sido una ambición en la lucha contra ETA, debería proseguir en la administración del triunfo. Tentación de buscar criminales alternativos, olvidando que lo que es criminal defender con las armas es legítimo hacerlo con las palabras. Tentación de olvidar a las víctimas o tentación de entregar a las víctimas el papel de voces decisivas en los procesos complejos que se abren. Tentación de ralentizar esos procesos, para que la gloria del momento sea aún más evidente, o tentación de querer correr demasiado, sin dar tiempo a que nos acostumbremos, también, a esta nueva paz. De todo habrá.

Sería bueno que el pueblo español, el pueblo vasco principalmente, no renunciara a su protagonismo, y que sin necesidad de ira y de rabia, asumiera el mismo protagonismo que asumió en la lucha contra el totalitarismo etarra.

Ojalá fuéramos capaces de celebrar grandes manifestaciones de alegría, igual que antes las organizamos de luto y rechazo. De alegría pura, como combustible contra todas las tentaciones, que meses habrá para otras cosas.

Por un día hasta podemos olvidar la crisis y otros fantasmas que se alimentan del miedo. Hemos ganado.