La ampliación, a principios del actual curso escolar, del horario lectivo del profesorado, es decir, de aquella parte de su jornada laboral en la que imparte clase, dictada por los gobiernos de CIU en Cataluña y del PP en las Comunidades Autónomas de Madrid, Castilla la Mancha, Navarra y Galicia, se inscribe en el marco de una orientación política conservadora que contempla los servicios públicos y las prestaciones sociales como un gasto que atenta contra el sagrado equilibrio de las cuentas públicas y, en consecuencia, contra la recuperación económica. En realidad, la obsesión por los recortes sociales (contratar menos profesorado, en este caso) nada tiene que ver con una ciencia económica independiente, sino con una cuestión de prioridades a la hora de tomar decisiones. Y, en esta crisis, las prioridades no las marca la objetividad científica, sino la ideología, en concreto, la neoliberal, que eleva a categoría de dogma la opción por la contención del gasto público en su vertiente económico-social, con el fin, no declarado, por supuesto, de que las privatizaciones encuentren cada vez el camino más despejado. Ya he escrito bastante sobre este asunto.

Volviendo al caso que nos ocupa, es muy fácil presentar la legítima oposición del profesorado al aumento de su horario lectivo como una muestra de holgazanería, insolidaridad o de sumisión a la manipulación política de una oscura cofradía integrada por el PSOE, el movimiento de indignación del 15-M, los creadores llamados peyorativamente "los de la ceja" y la mente maquiavélica de Rubalcaba, como ha hecho, sin el más mínimo rubor, Esperanza Aguirre, la presidenta de la Comunidad del chotis. Es la consabida táctica casposa de la derecha: atribuir cualquier movilización a la perniciosa influencia de una "mano negra" capaz de intoxicar las mentes de quienes, libremente, ejercen su derecho a la rebeldía, otorgando a unos un poder del que carecen y dotando a los demás de los atributos de la imbecilidad. En definitiva, desprestigiar la profesionalidad de todo un colectivo para legitimar un zarpazo económico. En fin, vergonzoso.

La realidad es bien distinta. La indignación del profesorado, explícita o no, se explica por las consecuencias de la medida en la dotación de personal docente y la organización de los centros educativos en las Comunidades que la han implantado y no por una simple negativa a realizar esfuerzos adicionales. La oposición del profesorado al aumento de su horario lectivo implica: la reclamación de los puestos de trabajo del profesorado interino abocado al paro, la exigencia de una adecuada dotación de profesionales para atender los necesarios desdobles de asignaturas en las que el excesivo desnivel académico puede suponer un handicap para el aprendizaje del alumnado (Lengua, Matemáticas, idiomas...), la negativa a que haya docentes obligados a impartir asignaturas que nada tienen que ver con su especialidad, la defensa de una apropiada atención al alumnado con necesidades educativas especiales, la reivindicación de que la ratio de alumnado por aula sea la que mejor garantice la calidad de la enseñanza para todos. ¿Qué tiene de insolidaria esta resistencia?

No es aventurado pensar que el profesorado de la enseñanza pública en el conjunto de España esté en guardia, máxime cuando un triunfo del Partido Popular en las próximas elecciones del 20 de noviembre puede reforzar el papel subsidiario de la enseñanza pública con respecto a la privada, como ha puesto de manifiesto, desde hace tiempo, el sesgo de la política educativa de las Comunidades que han estado bajo su gobierno, en especial Madrid y la Comunidad Valenciana: discriminación de la enseñanza pública en los presupuestos educativos en favor de los centros privados-concertados, es decir, sostenidos con fondos públicos, permisividad ante la negativa de los centros privados-concertados a aceptar con normalidad alumnado inmigrante, cesión de suelo público para la construcción de centros privados, apoyo a las prerrogativas de la Iglesia Católica en la enseñanza privada... Hoy en día, algo más de una década después de que las Comunidades Autónomas asumieran las transferencias educativas, el sistema educativo público que ideó el Gobierno socialista saliente de las elecciones de 1982, presidido por Felipe González, en el que la enseñanza privada-concertada tenía un papel suplementario con respecto a la pública con objeto de universalizar la enseñanza básica gratuita, es difícilmente reconocible.

Si exceptuamos algunos países como Bélgica u Holanda, países prósperos como Alemania, Francia, Finlandia, Suecia, Dinamarca e, incluso, el ultraliberal Estados Unidos, gozan de sistemas educativos vertebrados en torno a la enseñanza pública. Y es que una enseñanza pública de calidad supone igualdad de oportunidades, integración social, cultural y, yendo más allá, si se desprendiera de ciertos chauvinismos nacionalistas en algunas Comunidades, territorial. Su debilitamiento, por la vía que sea, supone una erosión del derecho a la educación.