He tenido el privilegio de compartir un rato con Pedro Ferrándiz, el entrenador de baloncesto más laureado de la historia a pesar de que ni siquiera él podía imaginar que esa disciplina alcanzaría por estos pagos patrios el nivelazo que ostenta. Ferrándiz forma parte del imaginario colectivo de generaciones que asistieron a la proliferación de canchas de mini basket, con el postre adicional del torneo de Navidad del Real Madrid, gracias al que, rebosantes de entusiasmo, se intentaban mates caseros que acabaron con la vida de más de una y de dos vitrinas. Fue tanto el magnetismo desplegado por los Emiliano, Sevillano, Luyk y compañía que mi cuñado, colchonero acérrimo, no ha podido evitar simpatizar desde entonces con el Madrid de baloncesto. El timonel Ferrándiz no es un personaje cualquiera. El año que viene se cumplen cincuenta desde que una decisión suya provocó que hubiera que cambiar el reglamento fiba. Fue en un partido europeo frente al Ignis de Varese. El equipo había perdido a cuatro pilares, se registraba empate y quedaban tres segundos. La prórroga podía representar un saco de puntos en contra para la vuelta. Pidió tiempo muerto y evitó la debacle indicándole a Alocén que se metiera canasta. Lo llamaron genio y gánster. No hay más que verlo hoy en acción para intuir cuál debía ser su carácter a los treinta. En uno de los tantos encontronazos con Saporta, al que venera, éste pidió a Bernabéu que lo destituyese y el viejo zorro de Almansa le replicó: "Estupendo. Díselo tú mismo". Ferrándiz dejó el calvario del banquillo cuando quiso, tras anunciarlo con dos años de antelación. Luego se dedicó tres lustros al golf hasta que se hartó. Y así, sucesivamente. Pero aquel crío nacido en la calle Bazán a finales de los 20 ha vuelto a su tierra. Dice que a descansar, pero yo no me quedaría tranquilo. De momento ya está escrutando la ciudad y es otro de los que no entiende por qué esa riada de puestos mantiene oculta la Explanada. También cree que el cuidado del Portal de Elche es mejorable porque son rincones semitropicales que, con nada, resplandecen. Es para que te percates de que eres el único, Pedro, que sabe metérsela.