Un disgusto familiar supuso que desde la más tierna adolescencia mi vocación anduviera más encaminada a la comunicación que a la formación y que, por mucho empeño que pusieran mis padres para que cambiara de opinión, les hiciera caso omiso y acabara estudiando Periodismo en vez de Magisterio, que era lo que ellos, para su tranquilidad y mi bienestar, hubieran preferido. Que de maestra nunca te va a faltar trabajo, que eso te garantiza un sueldo para toda la vida, que fíjate en la consideración y el respeto que se les tiene, que repara en la importancia de enseñar a otras personas y en la satisfacción personal y el reconocimiento social que conlleva... insistían una y otra vez mientras yo fantaseaba, para su desesperación, con informar desde la trinchera de una lejana guerra, algo que, a todas luces, se me antojaba mucho más excitante aunque cosechara menos parabienes. Ahora, treinta años después, es mi sobrina la que se ha empeñado en ser maestra. Y el otro día fueron mis padres, preocupados esta vez por la elección de su nieta, quienes me preguntaron si no estaría mejor en la trinchera esa de la que yo hablaba.