Empeñado en hacérselas pagar todas juntas a los ricos como él -sin ir más lejos-, el candidato Alfredo Pérez Rubalcaba acaba de ordenar al Gobierno la reactivación del impuesto sobre el patrimonio que ese mismo gobierno había suprimido hace sólo tres años. Rubalcaba quiere tocarles los patrimonios a los españoles, pero no demasiado. Será un ligero magreo sin más, dado que a fin de cuentas estamos en vísperas electorales y no conviene calentar demasiado a la gente.

Rojo como se ha vuelto últimamente, sería de esperar que el aspirante socialdemócrata a la presidencia prefiriese meterle mano, por ejemplo, a las SICAV. Seguramente habría más lana que cardar en esas sociedades de inversión que su correligionario Felipe González ideó para que los ricos como Dios manda tributen a Hacienda tan solo un 1 por ciento de sus desbordados caudales. Pero no hay cuidado. Rubalcaba sabe perfectamente que esos serían no ya magreos, sino tocamientos lascivos al capital que cualquier galán sensato se abstendrá de acometer, por muy socialista que sea.

Tampoco es seguro que la decisión de tocarles el impuesto sobre el patrimonio a los españoles vaya a serle de especial provecho a Rubalcaba o a las arcas del Estado que, a lo sumo, ingresará 2.000 millones de euros más por ese concepto. En el mejor de los casos, nos llevaría seis años enjugar el roto de 13.000 millones que Zapatero abrió en el Tesoro Público mediante los dos planes E destinados a arreglar aceras y pintar carriles-bici con el resultado de crear cero empleos.

La de gravar otra vez el patrimonio es en realidad una medida cosmética, pero a la vez de gran calado en este país donde la máxima aspiración vital de cualquier español consiste en ser propietario de algo, aunque no más sea de una gallina. Aparentemente, la carga de impuestos sobre -o más bien, contra- los propietarios afectaría en cualquier otro lugar a los más pudientes; pero no es ese en modo alguno el caso de España.

Si algo caracteriza a los vecinos de esta parte de la Península es precisamente el amor a la propiedad que los convierte en una excepción ultraconservadora dentro del panorama general de las naciones desarrolladas. En pocos otros lugares del mundo -si alguno hay- se da la extravagante circunstancia de que el 80 por ciento de la población posea una o más casas.

Mientras los magnates de Estados Unidos andan cuestionándose ya el derecho de herencia entre otros debates igualmente revolucionarios, aquí seguimos manteniendo aún la devoción al pisito y al cochecito, como si no hubiera pasado el tiempo por las películas neorrealistas de Marco Ferreri.

Dadas esas peculiaridades tan hispanas, no se entiende muy bien qué es lo que pretende Rubalcaba al rescatar un impuesto sobre el patrimonio que, además de afectar a una gran mayoría de la población, castiga el ahorro, obliga a tributar dos veces por lo mismo y ni siquiera aliviará gran cosa los pufos de España con su magra recaudación de 2.000 millones de euros.

Para abundar aún más en la incongruencia, el tan mentado impuesto fue cedido por la Administración Central a los reinos autónomos.

Serán estos, por tanto, los que se beneficien de su cobro o decidan renunciar a ese ingreso, como en realidad han hecho ya algunos de ellos en los que gobiernan los conservadores. Si a ello se agrega la cuantiosa mayoría obtenida por el partido de Rajoy en casi todos los territorios autonómicos, todo invita a pensar que la resurrección del tributo sobre el patrimonio ideada por Rubalcaba no va a ser exactamente como la de Lázaro. Poco importan esos detalles. Metido en su nuevo papel de Robin Hood, Rubalcaba quiere acabar como sea con los privilegios de los ricos y para ello no ha tenido mejor ocurrencia que tocarles sus patrimonios a la generalidad de los españoles. Habrá que ver cómo responden al magreo en las urnas.