De un tiempo a esta parte todos hablamos de deuda pública (y privada), de vaivenes monetarios, de diferencial respecto de los tipos de Alemania. La crisis es, para nosotros, cuestión de cifras relativas, de déficits amenazantes, y el remedio consiste en cuadrar los presupuestos igual que si se tratase de las calorías que hay que distribuir a lo largo de la semana. Nos hemos vuelto analistas aguerridos, agentes sabios de Bolsa, expertos en asuntos económicos. Me pregunto si, a la vez, no habremos dejado de ser humanos.

Es la economía, estúpido. Con esa simple frase, Bill Clinton le ganó las elecciones al George Bush que menos maldecimos, el padre. Es también el mantra que gobierna nuestro mundo de ahora mismo. En especial si se trata del manejo de los dineros públicos que, de golpe, se nos han vuelto esquivos. Hasta la Constitución, la sacrosanta carta Magna, intocable hasta ahora, se reforma con urgencia, nocturnidad y alevosía para adecuarse a los nuevos tiempos. Como reflejo inmediato del cambio de los valores políticos aparecen unos ajustes que consisten, desde Cataluña a Castilla, en desmontar aquellas inversiones que hasta hace poco se nos antojaban el paradigma mismo de la civilización; las destinadas a escuelas y hospitales por delante. Se trata de que las cifras cuadren; lo demás, poco importa.

Pero no es verdad. No lo fue nunca aunque tardamos siglos -casi veinte- en recuperar lo que los griegos clásicos ya nos habían enseñado. La civilización de la polis consistían en asumir los valores de la ciudadanía y estos, desde luego, pasan por la idea de la causa común. Ahora se puede leer que, como por arte de birlibirloque, semejante bandera ha desaparecido. Más allá de los ecortes en educación y sanidad se suspenden las ayudas llamadas sociales, se olvida a los ancianos que necesitan atención domiciliaria, desaparecen las prestaciones que permitían comer a quienes viven abandonados en sus propias casas. ¿Por qué? Porque no hay fondos y porque el ajuste es necesario para que vuelva a haberlos, nos dicen. Pero ¿cuándo, en época de vacas gordas, se ha conseguido una verdadera justicia distributiva digna de ese nombre? ¿Cuándo ha habido dinero bastante para terminar con las diferencias sonrojantes?

Suspender aun por unos pocos años, siquiera por unos cuantos meses, las ayudas a los desfavorecidos no arreglará la economía pero dará la puntilla a la humanidad. ¿Es eso lo que queremos? Adelante. Pero más tarde, cuando por aquello de la ley de los vaivenes, volvamos a los días de vino y rosas, más nos vale no echar cuentas de lo que ha sucedido, de lo que sucedió con los que fueron abandonados a su suerte. Mejor que no nos acordemos de ellos, no vaya a ser que vuelvan a la vida y nos digan una frase capaz de borrarnos las sonrisas. Es la justicia, estúpido. Siempre lo fue aunque ahora parezca que nos hemos olvidado.