Mal harán trabajadores, sindicatos y sociedad en general en seguir alimentándose de la teoría de la conspiración con respecto a la actuación del Banco de España en la debacle de la extinta CAM. Lamentarse por el hecho de que desde que los administradores se ubicaron en la sexta planta de Óscar Esplá, todo son noticias negativas, es torcer la realidad, pues lo que indica claramente es que los que nos tenían engañados hasta la fecha eran los antiguos gestores: Dirección General, Comité de Dirección y Consejo de Administración, cada uno en su nivel de responsabilidad. Lo que carece de sentido es querer articular una conspiración exógena para hundir una entidad financiera desde la institución supervisora. Siempre es duro de aceptar que uno de los nuestros es el máximo responsable del desastre.

Los gritos y consignas dirigidos contra el Banco de España y los administradores que los numerosos trabajadores, activos y pasivos, congregados ante la sede de la autoridad monetaria clamaron en la manifestación, fueron sin duda expresión de la idea preconcebida de la culpabilidad de aquellos en la vertiginosa caída de la caja alicantina. Si hubiera tal conspiración, ésta debería haberse diseñado en alguna organización política o financiera con poder suficiente para llevarla a cabo. Y aquí es donde se derrumba la teoría, pues bien es sabido que en cuestiones que afectan a la economía, tanto las autoridades financieras como las políticas están encorsetadas por lo que se proyecta tanto en Bruselas como en Berlín, y en esas capitales sin duda, están más preocupados por la crisis, los mercados y las deudas soberanas, que por planear o dar el plácet a la convulsa desaparición de nuestra entidad. Echar la culpa a otros de las consecuencias de nuestros actos, creando artificialmente figuras de conspiradores y teorías al uso, es más propio de dictaduras que de sociedades democráticas. Más bien al contrario el BdE, si acaso, debiera ser acusado de demasiado prudente y permisivo con los dos últimos directores generales y sus equipos.

El desastre al que asistimos con más atonía que perplejidad, tuvo su colofón anteayer mismo. Mientras los trabajadores se manifestaban en la calle, la Comisión Nacional del Mercado de Valores hacía públicos los resultados del primer semestre de la entidad alicantina remitidos por los administradores. Las millonarias pérdidas, 1.136 millones de euros, contrastan con los casi 40 de beneficios declarados por el equipo de la cesada directora general en el primer trimestre, o con los 244, también de beneficios, que se declararon en el ejercicio pasado. Si a ello le añadimos la tasa de morosidad fijada en el 19%, muy superior a la media del sector, concluiremos en que alguien nos ha mentido, incluso suponiendo cambios de criterios contables de obligado cumplimiento. Toca pues no solamente exigir una explicación comparativa de las cuentas a los administradores, sino también un esclarecimiento con luz y taquígrafos de las responsabilidades de los anteriores gestores y sus consecuencias procesales. El descomunal engaño ha sido de tal magnitud que no se entienden las explicaciones y declaraciones exculpatorias que algún que otro consejero ha tenido a bien efectuar. Es evidente que en sus empresas o economía familiar no hubieran permitido tales desmanes. Jugar con dinero ajeno suele traer estas consecuencias.

Con estos mimbres que nos han dejado es poco probable que la obra social tenga futuro, pues tras conocer las cuantiosas pérdidas y la inyección de los 6.000 millones que habrá de proveer la autoridad monetaria, el Estado pasará a controlar prácticamente la totalidad del accionariado del Banco CAM. Alea jacta est, con o sin la pasividad del Banco de España, la suerte de la institución alicantina comenzó a fraguarse al menos un lustro atrás al socaire de una década de despropósitos.