El pasado viernes 2 de septiembre, el Congreso de los Diputados, aprobó, por la abrumadora mayoría que forman el PSOE y el PP y el apoyo de UPN, la modificación del artículo 135 de la Constitución española que, en su nueva redacción, impone la obligatoriedad de establecer un techo al déficit público, garantizando, de esta forma, el principio neoliberal de estabilidad presupuestaria. Esta reforma despoja de contenido la propia definición constitucional del Estado español como Estado social y democrático de Derecho, tanto en el procedimiento empleado desde su gestación como en su carácter claramente antisocial.

Al grano. La primera gran modificación de envergadura de la Constitución española de 1978 ha sido el resultado del acuerdo entre los líderes del PSOE y del PP, Zapatero y Rajoy, que utilizaron sus respectivas mayorías parlamentarias para su tramitación por la vía de urgencia. Con ello, ambos dirigentes han dejado bien claro ante la ciudadanía que pueden suplantar sin más la representatividad de sus respectivos grupos parlamentarios, reducidos a meros subalternos políticos sujetos a la disciplina de voto por encima de su responsabilidad pública. Sólo hubo alguna que otra honrosa excepción socialista.

Pero aquí no acaba la cosa. La reforma ha sido forzada desde agentes externos al propio Estado español lo que, en la práctica, supone el sacrificio de su soberanía. En efecto, Angela Merkel, canciller Alemania y Nicolás Sarkozy, presidente de Francia, son las cabezas visibles que han dictado los cambios que ha sancionado el Congreso de los Diputados. A su vez, ambos mandatarios no han hecho otra cosa que erigirse en portavoces de una poderosa oligarquía financiera, muy bien representada en el FMI, el BM, la OCDE, el BCE y un largo etcétera de organizaciones supranacionales, empeñada en presionar para que los gobiernos adopten las medidas de política económica que mejor satisfagan su rapiña financiera. ¿Es esto democracia?

Es el interés de esta minoría el que fundamenta un diagnóstico tergiversado de la crisis económica que deriva en soluciones que, presentadas como imprescindibles, atentan contra el desarrollo económico-social. Este diagnóstico concentra en el déficit público, es decir, en el hecho de que el Estado ingrese menos de lo que gasta, el principal impedimento para la recuperación económica. La realidad, por el contrario, es que la crisis económica, al provocar la disminución de los ingresos del Estado por el descenso de la recaudación fiscal, es la que causa el déficit público. ¿Cómo se puede inculpar de la crisis al gasto público y, en especial, al gasto social? La historia demuestra que el gasto en prestaciones y servicios sociales no sólo no supone una rémora para el relanzamiento económico, sino que constituye un elemento consustancial al progreso económico y humano. ¿Por qué? Porque la demanda que genera repercute, a corto y largo plazo, en el conjunto de la economía. El gasto social, desde esta perspectiva, es una inversión.

¿Por qué entonces esta ofensiva contra el déficit entendido como un derroche en el gasto público? ¿Por qué se recurre a la vía del recorte, que podría estar justificado en algunos casos (sobresueldos de políticos y altos cargos, subvenciones sobredimensionadas a la Iglesia Católica, gasto militar desproporcionado...) y no a la de un modelo tributario progresivo que grave las grandes fortunas, combata el multimillonario fraude fiscal e impida la huida de sustanciosos capitales a paraísos fiscales? ¿No resulta burlesco que mientras la oligarquía financiera española clama contra el déficit goce de un trato de favor en su contribución a los ingresos del Estado? Si el gasto social (prestaciones sociales y servicios públicos como sanidad y educación) supone el 70% del gasto público en España, ¿cómo no se va a pensar que está llamado a ser la principal víctima de la "estabilidad presupuestaria"?

En la "era de los indignados", es indignante que los dirigentes políticos interpreten el voto en las urnas como un cheque en blanco que les permita adoptar medidas trascendentales para el futuro sin consultar a la ciudadanía; es indignante que no pueda encontrarse en el Parlamento español un 10% de diputados o senadores que soliciten un referendum para la reforma constitucional; y es más que indignante que los estamentos políticos se inclinen ante el poder de "los mercados", que votan y presionan a diario. Ellos, "los mercados", es decir, la oligarquía financiera, son los únicos que necesitan, en una economía inestable por naturaleza, un Estado atado de pies y manos que le impida utilizar, cuando las circunstancias lo exijan, la herramienta del déficit para garantizar las prestaciones sociales y los servicios públicos de calidad. Con ello se aseguran el cobro de los intereses que el Estado les paga por sus créditos y crean la coyuntura favorable para la privatización de los servicios públicos. ¿Es ésto un Estado social?

¿Puede el simple sentido común creer que el crecimiento económico pasa por el empobrecimiento social, o que el mantenimiento del tan cacareado "Estado del Bienestar" exige su recorte? Por favor, esto es una estafa. Sus responsables, mandan.