Como la niña empieza esta año en la universidad, ando estos días recordando batallitas de mi época en la facultad allá por la prehistoria. La cría, que me escucha con la misma resignación con la que yo escuchaba a mi padre contar anécdotas de sus dos años de mili en Larache, sólo se asombra cuando le hablo del tabaco. Fumadora empedernida por aquel entonces, me pasé los cinco años de carrera con el boli en una mano y el cigarro en la otra oyendo hablar de los sumerios, de Bismarck y de Azaña entre nubes de humo y olores a papel quemado debido a los ceniceros que nos fabricábamos con folios cuando desaparecían los de cristal que algún compañero previsor se traía de casa.

En esto del tabaco nota uno el paso del tiempo. Nosotros mismos nos echamos las manos a la cabeza al recordar que hace apenas diez años se fumaba en los hospitales, en la consulta del médico, en las aulas, en la cola de la carnicería y en el probador del Corte Inglés. Cuando yo era una cría, el maestro nos mandaba por tabaco al estanco de la esquina y desde luego en el trabajo no había periodista que se preciara que no se pasara el día tirando humo. Ahora todo se ve más claro, todo es aséptico y huele mejor y es que, al tiempo que hemos dejado de fumar nos hemos civilizado y europeizado como demuestra la evolución de la Universidad que no se parece en nada a aquella que yo dejé hace un cuarto de siglo. Al margen de disfrutar de un aire más puro, la universidad que se va a encontrar ahora la niña es infinitamente más moderna y más completa, y supongo que ella saldrá mucho más preparada que yo al margen de que luego no tenga dónde demostrarlo, que eso es otro cantar. Los viejos barracones militares han dado paso a modernos edificios con lagos y grandes aparcamientos que entonces no hacían falta porque pocos eran los estudiantes que tenían coche. Sólo había dos bares, a cual más cutre, y un par de enormes fotocopiadoras públicas donde los estudiantes hacíamos cola durante horas porque salía más barato fotocopiar los libros que comprarlos.

Me alegro mucho de que mi hija vaya a estudiar ahora en una universidad moderna y comparable con cualquiera de las mejores de España, pero ¿qué quieren que les diga? Yo me alegro de haber estudiado entre aquellos barracones en una época en la que cada día era diferente al anterior y en la que todo era más divertido y canalla. Y es que el paso del tiempo, como ya demostraba mi padre con su capacidad para añorar episodios del infierno que pasó en África, no sólo se nota en la normalidad con que hemos asumido que es una locura fumar en el autobús, sino en la tendencia que aumenta con los años, a creer que cualquier tiempo pasado, fue mejor.