N o se retiren de la pantalla, pedía desde la pantalla Alicia G. Montano, directora de Informe Semanal. Acabábamos de ver un buen reportaje sobre la situación Libia de Carlos López y Ángela Rodicio, La Niña, por consentida y mimada, con su vocecilla de muñeca, para el mal colega de idéntico trabajo, Arturo Pérez Reverte, que la despreciaba con una altivez notoria en un libro que recogía sus andanzas de reportero de guerra, un territorio comanche, no tanto por las guerras, que todas lo son, como por los recovecos en las relaciones entre cámaras, guionistas, sonidistas, cadenas, directores o jefes de informativos. Tuvo esta mujer un lío judicial con TVE del que salió indemne, y ahí está, demostrando que hace las cosas bien. Cuando Alicia G. Montano pedía a la audiencia que no se apartara de la pantalla señaló un dato que parece incontestable. La audiencia se retira con suave pero irrevocable decisión en cuanto se anuncia que lo que va a ver es dolor, hambre, niños agonizando, muerte. Y hablar de Somalia es todo eso y mucho más. Somalia en el olvido fue uno de esos reportajes desasosegantes que te laceran como persona. Es cierto, costaba mantener la mirada en la pantalla. Se hace insoportable ver a una mujer acariciar la tierra que tapaba a sus cuatro hijos pequeños muertos todos la noche antes de pura hambre, y lo hacía con lágrimas secas, sin fuerza para otra cosa, con los ojos perdidos en quién sabe qué magnitudes del dolor. Doce millones de personas pasando hambre en Somalia son muchos millones, algo que no se puede admitir si se calcula que la producción anual de alimentos permitiría dar de comer al doble de la población que hay en el mundo. Lo llamativo de la tragedia, lo indignante, lo que avergüenza, es que, como decía Vicente Romero, un grande del periodismo sin matices, una de las voces menos devaluadas en el caldibache de este tiempo de televisión banal, es que este escándalo moral no escandalice.

No se aparten, hay otra África

Para demostrar que África no es sólo ese cuerno miserable somalí, descompuesto en lo político, amenazado por bandas terroristas con la protectora excusa asesina de Al Qaeda y con un Estado en estado de muerte, pronto llegará un nuevo Pekín Exprés que no va a Asia sino a La ruta de los grandes felinos de África. Jesús Vázquez no tiene ni mucho menos la elegancia de Raquel Sánchez Silva, que la ha mantenido hasta enjaulada en la isla con peligrosas bestias que matan por asegurarse unos minutos de televisión porque en ello les va su potaje. Y como ha formado pareja triunfante con Jorge Javier, el Vázquez mejor pagado de la tele, Telepork vuelve a contar con ellos para su nueva cloaca. El nombre de la cosa no deja dudas. Acorralados. De las acepciones posibles, me quedo con la única tratándose de esa cadena. Acorralados, es decir, los que están en el corral. Raquel, lista y educada, está feliz de formar parte de esta granja humana en la que chapotearán tipos del averno como Jaime Ostos o la madre que parió a Aída Nízar. Lo dice así, que está encantada porque su infancia la pasó rodeada de animales. Ahora volverá a estarlo. ¿Y Jesús Vázquez? A África. Cuatro ya promociona la aventura, pero como la cosa no pinta bien, también estos días se han colado chismes de una grabación que siempre se llevó en secreto. ¿Táctica telecinquera? ¿Cebo estilo Sálvame? Se dice que el estilista de Jesús Vázquez tuvo una amistad tipo Salsa rosa con un concursante y bla, bla, bla. Lo dicho, en África todo es posible. El hambre y la muerte, y la importada decadencia de los que necesitan estilistas para moverse entre las tribus.

Felación en la playa

Sin salir de Cuatro, las mañanas que monta esta cadena, cada día más repugnante, son un auténtico estercolero. Lo curioso es que Ruth Jiménez, la presentadora del verano, conjuntada, bien peinada, con sus taconcitos de boda, en manos de los estilistas, parece moverse muy a gusto entre excrementos sociales, fijándose en exclusiva en lo peor de cada casa, crímenes, robos, violaciones, violencia, altercados, raptos, o sea, algo sucio para una señorita de bien. Aquí no tenemos selva, pero destacamos lo que nos acerca a ella. Fíjense en la diferencia del punto de vista, en la fabricación de los hechos, en lo que se espera de nuestra reacción. El escándalo moral del que habla Vicente Romero es un escándalo porque, aunque nos escandalice, tratamos de evitarlo, que no nos duela, y miramos a otro lado, y apartándolo de nuestra vida es como si no existiera. Sin embargo corremos obnubilados hacia los escándalos de fábrica, esos que no nos afectan ni nos duelen pero consumimos con ardiente voracidad. La tele es experta en enlazar castillos de aire escandaloso sobre cimientos banales. Y la audiencia pica, y los consume. Un tal Diego Barbosa es el último héroe, el fotógrafo que pilló al bailarín, algo hay que decir para situar los tocinos que hoy tiene Antonio Canales, despendolado y con la boca más que abierta que la mano de los recortes de Cospedal en la playa de Sitges. No se hagan los remolones, que alguna chispa, y no sólo seminal, habrán pillado. Con el arreglillo entre PSOE y PP en plan la Constitución está para cambiarla, la noticia del verano. Con las imágenes en la digital, el fotógrafo, cubierto por la gloria del cazador de piezas de gran safari, corrió a correrse de gusto a DEC, que evita poner la secuencia entera de la felación al colega, descarga incluida, para que no nos escandalicemos, a sabiendas de que eso es lo que quieren, que nos escandalicemos. Un lío deontológico. El escándalo de chichinabo nos vuelve locos. Estos días he visto a Hugo Silva -cuya trayectoria no es aún como para pasar a la eternidad- en el Festival de televisión de Vitoria rodeado, literal, de cuatro gorilas de aspecto temible, de mirada fría y preparados para el ataque, para evitar que nadie ose acercarse al diosecillo. Así estamos. Fabricando escandalitos sin escandalizarnos del escándalo moral de no escandalizarnos de nuestra ruina social.