Discuten porque estamos en campaña electoral, por nada más, porque la reforma constitucional que ayer entró en el Congreso de los Diputados es un brindis al sol. Concretamente, al frío sol de Berlín. Es cierto que la reforma establece un objetivo de estabilidad presupuestaria. Es igualmente cierto que algunos sectores de la izquierda defienden la conveniencia de recurrir al déficit voluntario como instrumento de política económica, lo que es duramente combatido por centristas y conservadores. Se añade que el nacionalismo conservador catalán, contrario al desequilibrio por conservador, rechaza la imposición. El abuso en las formas, con esa gran coalición urgente y agostera, hace brotar peticiones de referéndum. Y sin embargo, la debatida reforma no dice nada, porque lo fía todo a la ley orgánica que se elabore en su momento.

La Carta Magna no fijará ninguna cifra como techo del déficit. Y si no hablamos de cifras es que hablamos de buenas intenciones; esas que constituyen el adoquinado del infierno. Las cifras ya se verán tras las elecciones de noviembre, y se determinarán por mayoría absoluta, no por la mayoría cualificada que se requiere para los cambios constitucionales. Mayoría absoluta es también la que permite aprobar los presupuestos y el techo anual de gasto; se puede considerar que todo va a ser un solo paquete, a determinar por el partido vencedor de las elecciones y, si son menester, sus muletas parlamentarias. El pacto admite superar los límites en caso de crisis. ¿Y quién va a decidir si se está dando el caso? La mayoría de turno. La misma mayoría que puede hacer trampa y presentar unos presupuestos equilibrados por el sistema de hinchar las previsiones de ingresos. Y cuando el truco se revele insostenible, se cambia otra vez la ley, y en paz.

Una consideración más: el déficit continuado solo es sostenible si se puede convertir en deuda, ya que en otro caso se dejan de pagar facturas (a las farmacias manchegas, por ejemplo), pero la UE ha puesto techo a la deuda de los Estados miembros, y esta es una contención mayor que la de un artículo de la Constitución interpretable al gusto del gobernante. Lo dicho: discuten porque estamos en campaña.