A partir de la aprobación de la reforma de la Constitución que perpetran en pleno verano por la vía de urgencia pepé y pesoe ya no se podrá decir que España es un "Estado social y democrático de Derecho", como solemnemente proclama el artículo 1º de la Constitución, sino un estado neoliberal y de democracia tutelada.

De la misma manera que introducir en la Constitución un texto que diga que España se declara budista alteraría el punto clave de que España es un Estado no confesional, la introducción de un límite de deuda y gasto público supone una alteración sustancial de nuestra Carta Magna en su proyección económica y social.

La Constitución del 78 se construyó sobre la base de que el mercado y sus exigencias en un espacio capitalista no es becerro de oro al que hay que adorar, sino que debe ser compatible con cosas tales como la soberanía nacional, los derechos sociales, la iniciativa pública y las instituciones propias del estado de bienestar. Dicho de otro modo: la Constitución deja abierta la posibilidad de trabajar, en materia económica, con una pluralidad de instrumentos, dependiendo de la orientación política de las mayorías parlamentarias.

La reforma en cuestión no supone, pues, un ligero retoque sin importancia, sino una transmutación en toda regla de la sustancia misma de la Constitución. Por tanto, queda la duda de si la tal reforma no será en sí misma inconstitucional, al tramitarse por un procedimiento, el del art. 167, que se supone que queda reservado para aspectos no sustantivos.

Pero, además, esta reforma es innecesaria. La Constitución ya prevé instrumentos para controlar la deuda y el déficit, al tener que aprobarse necesariamente por Ley, y el Estado español, por otra parte, se ha comprometido a controlar la deuda en el marco del Pacto por el Euro y el Tratado de Lisboa, que son también instrumentos jurídicos. ¿A qué viene ahora este estrambote deprisa y con carreras? Por temor a los mercados, sin duda, no vaya a ser que se pongan furiosos y nos den un mes de septiembre movidito. Es decir, una situación coyuntural, de técnica económica válida para un modelo económico concreto y determinado, se va a erigir en una norma estable y definitiva.

Con esta maniobra se pretende llevar a cabo la refundación de España sobre el modelo neoliberal sin participación de los españoles, privándoles del elemental derecho de que las decisiones trascendentales tienen que tomarse con la participación del pueblo. El Poder Constituyente ha pasado a manos de los mercados, tenedores de deuda, entes financieros, políticos conservadores del eje franco-alemán y distantes burócratas europeos. Estos son los nuevos príncipes de las nuevas Constituciones otorgadas. A los españoles, que no han tenido la oportunidad de debatir en años reformas pendientes y necesarias de la Constitución, se les conmina ahora, por la puerta trasera y a hurtadillas, a un cambio de orientación constitucional que va a tener consecuencias en múltiples facetas de su vida y de su futuro.

Un elemental sentido de la decencia y la dignidad exigen que, al menos, la reforma planeada mayoritariamente por nuestros representantes políticos sea motivo para que el pueblo español se pronuncie al respeto mediante referéndum.

La reforma, además, es inútil y contraproducente desde el punto de vista jurídico. En realidad, el texto que se apruebe no será propiamente una norma, ni un principio con vocación normativa, porque no habrá manera de efectuar el control constitucional de las normas que creen déficit o deuda, so pena de que los presupuestos se prorroguen indefinidamente, y el Tribunal Constitucional, hoy en estado catatónico, se convierta en el árbitro que toma decisiones cuando al partido ya ha terminado.

Las consecuencias política inmediatas son fáciles de analizar: Mariano Rajoy ya tiene su reforma servida en bandeja de plata, sin mover un dedo. Zapatero ha decidido por su cuenta que el Gobierno ha de pasar a manos del pepé no sin antes atornillar al suelo las zapatillas de Alfredo, el viejo velocista, para que no pueda tomar la salida.