La política española se parece cada vez más a la del declive de la Restauración: dos partidos principales, tan ávidos de cargos y sinecuras como escasos de ideas y principios, escenifican una agria pelea permanente mientras que coinciden esencialmente en asuntos muy principales. Al PSOE le ha tocado ofrecer el mejor ejemplo de ello con su propuesta de reforma constitucional. Hay algo de grotesco en este sometimiento a los mercados -¿qué será lo próximo que pidan los mercados?: ¿jornadas laborales de 15 horas?, ¿reimplantar la esclavitud?- mientras su pobre candidato finge buen humor en encuentros con militantes maquillados y vestidos para la ocasión en los que se ofrece un perfume de izquierdismo. Pocas cosas ha habido más patéticas en la democracia española que sea Rubalcaba, para conservar la imagen de liderazgo, quien negocie y venda una propuesta en la que no cree, de la que, confesó, tuvo que ser convencido la víspera: es la metáfora perfecta de la incompetencia socialista para entender a una España real, creciente, que navega entre el miedo, la resignación y la indignación pero que, en todo caso, se aleja cada vez más de la confianza en una política percibida como turbia e inútil. Si Zapatero no deseaba que el rescate se produjera en su mandato, mejor hubiera sido que hubiera presentado ese día el decreto de disolución. Que descanse y nos deje descansar. Porque lo que ha hecho, con esta propuesta de reforma, es regalar a Rajoy su primer gran victoria como estadista sin que haya tenido que despeinarse y ha ofrecido el mejor símbolo, por lustros, de la miseria autodestructiva de la socialdemocracia.

No abundaré en detalles por falta de espacio, pero mi oposición a la reforma la formulo desde el fondo y la forma. Indicaré ante todo que la reforma responde esencialmente a motivos ideológicos, propios de una derecha muy conservadora, pues, en sí misma, poco alterará la política económica estricta. Todo constitucionalista -y cualquier persona sensata- sabe que las constituciones no pueden reformarse a golpe de coyuntura y que los mandatos tan abiertos como este, que incluso deberá esperar 9 años para que entre absolutamente en vigor, muestran ese carácter simbólico que quiebra el carácter normativo de la Constitución: ¿cómo se apreciarán los desfases?, ¿cómo, en su caso, se declarará la inconstitucionalidad de medidas sucesivas que llevaran a la violación del artículo? Por ello ha de remitirse a una futura ley orgánica. Pero es que, una norma que busque, en un momento determinado, los equilibrios, no precisa de mandato constitucional previo.

Ahora bien, dicho esto, no es menos cierto que el sentido amplio de la reforma sí puede tener efectos políticos muy notables. Ante todo porque, digan los sumisos lo que digan, esta norma sólo tiene lógica si sirve para recortar el gasto social, y, por ello, será invocada como fuente de legitimidad para menoscabar reivindicaciones que pidan "más Estado social" o mayor nivelación de rentas. Pero es que el Estado social no es una opción más, sino que forma parte de la fórmula política consagrada en el artículo 1.1 de la Constitución. Y de ello se derivan una serie de mandatos -promoción de la igualdad real, derechos a educación, salud, viviendaÉ.- que dotan a la Constitución de un trasfondo keynesiano e igualitarista. Eso no fue una casualidad, sino, en cierto modo, un componente esencial del consenso constitucional: eran logros de la izquierda a cambio de aceptar la monarquía o un sistema electoral que no le beneficiaba. Introducida ahora la cuña neoliberal, esa lógica se rompe con resultados, quizá, dramáticos, sobre todo porque los tribunales -incluido el TC- pueden encontrar un asidero para reinterpretar aspectos de la Constitución en un sentido regresivo. Y que PSOE y PP aludan a que con la reforma se acabaría con dispendios innecesarios no deja de ser un sarcasmo: ¿acaso no han sido ellos, principalmente, los causantes de tanta tropelía, sin que les hayamos escuchado una autocrítica? En otro orden de cosas la reforma va a establecer una fuente permanente de conflictos con las CC AA: si el control del Estado central será muy improbable, éste sí podrá promover conflictos con decisiones autonómicas. Más hubiera valido que la reforma se hubiera encaminado a cambiar el Senado y promover otras fórmulas de concertación, como tantas veces se prometió.

Y ahora la forma. Forma que en materia de reforma constitucional -que es el "despertar" del poder constituyente, esto es, del soberano popular- es tan importante como el fondo. No basta con decir que la Constitución permite unos breves plazos de tramitación y sin referéndum. Porque ello debe siempre matizarse según la situación y el alcance de lo que se pretende reformar, para atender a la metafunción integradora del texto constitucional. La reforma del artículo 13 vino marcada por un acuerdo comunitario, hubo unanimidad y significaba expansión de derechos. No así ahora. Varios dirigentes del PSPV opinan que no es deseable el referéndum porque la cuestión es "técnica"; o sea, que siguiendo con su costumbre, creen que los ciudadanos somos imbéciles, incapaces de entender, incluso tras un periodo suficiente de debate. Claro que hay matices técnicos -siempre los hay- pero el trasfondo político es absolutamente relevante y muy fácil de comprender. Por ello es un insulto deliberado a la ciudadanía abordar la reforma sin debate, en el tiempo de descuento de la legislatura y sin referéndum.

Hay algo extremadamente preocupante en este estilo de matones parlamentarios de los partidos dinásticos: la cuña neoliberal será también una cuña de alcance imprevisible en el prestigio global de la Constitución. Los españoles hemos cimentado nuestra autoestima democrática en la Constitución "del consenso" y cuando, por vez primera de verdad, cambia, se hace de la manera más diametralmente opuesta a los mecanismos del consenso. Dejémoslo claro: el acuerdo entre dos grandes partidos -por relevantes que sean- no es consenso: va a dejar fuera, sin intentar siquiera convencerles en un diálogo adecuado, a otros partidos que representan a millones de electores, a sindicatos, a especialistas jurídicos o económicosÉ Incluso muchos que podrían aceptar la reforma se van a ver menoscabados en su sentido de soberanía y dignidad por no celebrarse referéndum. Todo ello, en un momento de debilidad extrema del prestigio de la política y las instituciones es peligrosísimo, pues quiebra la fuente de legitimidad más íntimamente compartida. Vamos a vivir, seguramente, desgraciadamente, unos meses y un proceso electoral en condiciones de crispación e indignación crecientes. Espero que Zapatero haya pensado en ello. A lo mejor que la crisis económica se transforme en crisis del sistema constitucional es algo que tranquiliza a los mercados o, quizá, los gastos en material antidisturbios no computen a efectos de déficit. O, a lo mejor, es que la reforma obtuvo la bendición apostólica de Su Santidad. Amén, pues, pueblo soberano.