No es frecuente ver programada Los puentes de Madison a media tarde de un lunes. Un festivo tan paralizante como el 15 de agosto lo hizo posible. La historia de amor entre Francesca Johnson y Richard Kincaid se programó justo antes de la segunda edición del Telediario, y de verdad que era chocante verles usurpando la identidad de los habituales del Cine de barrio. Enseguida me asaltó la duda. ¿Qué harían con los créditos finales? ¿Respetarían las imágenes de los puentes de Madison? ¿Nos dejarían disfrutar de esas vistas aéreas en las que el espectador, consternado, respira hondo después de asistir a semejante trance? ¿Podríamos escuchar la banda sonora de Lennie Niehaus en toda su extensión, desarrollando el tema principal que sólo apunta a partir del minuto treinta de metraje? Para comprobarlo in situ y no hablar de oídas, llegada la hora convenida, las nueve menos diez, salí del Paraninfo de la Magdalena, donde me hallaba disfrutando del trío Ataúlfo Argenta (qué bárbaros, cómo interpretaron a Xavier Montsalvatge) y me dispuse a asistir al desenlace de la película. Faltaban un par de minutos para las nueve cuando los hijos de Francesca todavía arreglaban sus cuitas con sus parejas, por lo que estaba claro que no iba a haber tiempo para emitir esa coda final, tan necesaria, por otro lado, a modo de catarsis. Las sospechas se cumplieron. Tras el plano del atardecer con el molino al fondo brotaron las primeras notas del piano de Niehaus, el nombre del director, Clint Eastwood, y hasta el del guionista, Richard Lagravanese. Pero ahí acabó todo. La carátula del TD invadió la pantalla y Ana Roldán nos contó, a bote pronto, que en Boecillo habían matado a tres criaturas. Los puentes de Madison, sin su recorrido aéreo final, no son lo mismo. Quedan cojos. Pero los hábitos de consumo de los espectadores distan a las cadenas obrar de otro modo.