Estamos en plena revolución. Porque revolución es el discurso impuesto por quienes manejan la economía mundial especulativa, en cuyas palabras solo cabe hallar referencias al dinero, a la rentabilidad, al sacrificio social, mientras que la sociedad en su conjunto comienza a agonizar viendo perder los avances que se lograron cuando se tomó -aunque fuera a nivel de principios-, al ser humano como referencia de toda la política, cualquiera que fuera su manifestación. En el primer mundo, el nuestro, el porvenir se oscurece y la juventud carece de un futuro claro, de un trabajo posible, de un proyecto vital mínimo. En el tercer mundo, el hambre campea con más fuerza que nunca, la miseria aumenta su reinado, la enfermedad hace estragos sin que a nadie parezca importarle.

La revolución del capitalismo más salvaje, más antihumano, no disfraza ya sus pretensiones, antes al contrario alardea de ellas con prepotencia, las impone con violencia, pues violencia es ahogar a Estados enteros con amenazas de llevarlos a la ruina si no se pliegan a sus exigencias. Y de un capitalismo radical cuya divisa no es otra que el dinero, la inversión del dinero improductivo para ganar más dinero, el dinero en sí mismo considerado, el beneficio inmediato y multiplicado más allá de cualquier valor correspondido con bienes tangibles. Ese capitalismo soez que exige más productividad y competitividad a la vez que menos salario, menos estabilidad en el empleo, más impuestos indirectos, menos servicios públicos, menos educación y sanidad. Y, a la vez, alimenta y engorda, tolera y ampara a una clase política incapaz, más que nunca, improductiva, pero sumisa a sus designios.

Y esa revolución, frente a la cual los Estados callan y se someten está en la base de muchos de los movimientos sociales que hoy aparecen entre una juventud desesperada a la que se está llevando a un callejón sin salida. Desde el absoluto rechazo a cualquier fórmula violenta, creo no obstante que sería erróneo analizar lo acaecido ahora en Londres y antes en París al margen de sus causas y sólo atendiendo a lo que es un efecto. Estos sucesos son paralelos a los que la juventud desarrolla en España en el 15M, en Chile por la educación pública o los que aparecen de forma frecuente en muchas partes del mundo. La angustia de un mañana sin mañana está en la base de reacciones que solo desde la ingenuidad o el egoísmo pueden ser imputadas en exclusiva a unos, a los que nada tienen y poco esperan. No atajar las causas y apalear a las víctimas de un sistema egoísta e insolidario no es la solución.

El camino iniciado por los llamados "mercados" -que no lo son, pues no intercambian mercancía alguna salvo dinero-, llevará tarde o temprano a una crisis mundial sin precedentes, pues con seguridad no podrán parar lo que es inevitable cuando se niega a todos lo que es de todos y se presume de poseer lo que debiera ser común, en régimen de monopolio.

Cayó la socialdemocracia y con ella un sistema que, con sus defectos, garantizaba la cohesión social y la justicia. Y el recambio es o está siendo un caos que aumenta la desigualdad hasta extremos impensables. La igualdad, más allá de discursos retóricos, es en primer lugar la económica, base de las demás. Y los partidos socialistas parecen haber olvidado su esencia abandonándose en exclusiva a discursos estéticamente éticos y baratos mientras ven con pasividad morir una sociedad que iba en camino de ser más justa. La tercera vía o nueva vía fue un camelo, un fraude que ocultaba la rendición de la ideología surgida en el siglo XX, humana y humanista, social, ante el capital puro y duro. Sus precursores más selectos, Blair y Zapatero, son cómplices del desastre. Su discurso y actuación, sin un átomo de ingenuidad, ha servido para dividir la sociedad, a los menos favorecidos, en cuestiones sensibles, enfrentando a quienes debían caminar juntos para oponerse a un sistema en el que es síntoma de prosperidad su atribución a unos pocos. Han sido artífices de esta crisis social al olvidar su ideología -si alguna la vez la tuvieron-, y establecer unas nuevas bases cuyo resultado es el que vemos ante nosotros. Ese radicalismo pretendidamente republicano ha sido una cortina de humo dirigida a tapar su incapacidad y falta de voluntad para defender la esencia del socialismo democrático al que han colaborado a finiquitar, para disimular su sometimiento demasiado explícito para ser creíble.

No es tarde aún. Los Estados pueden plantar cara a los "mercados", desenmascarando a sus ideólogos y ejecutores. Tienen instrumentos suficientes y deben usarlos con firmeza, la misma que están acreditando para sacrificar el Estado del Bienestar y acallar las voces disidentes. Deben profundizar en la realidad de las agencias de calificación, arietes pagados por sus señores. Deben imponer fuertes impuestos al beneficio de las operaciones especulativas y prohibirlas cuando sea preciso, pero nunca abandonar a su suerte a los ciudadanos para favorecer a unos cuantos, pocos, que viven en la opulencia sin crear nada, solo destruyendo.

Pero, esta clase política española no parece que vaya en esta dirección. Está demasiado bien pagada, repleta de privilegios y además es inmune ante la Justicia en excesivas ocasiones. Su complacencia es producto de su bienestar, el único que le interesa.