Si lo que cuentan los periódicos es cierto, las horas previas a la dimisión de Francisco Camps debieron de ser una novela. Otra cosa es que fuera una novela buena o mala. Parece ser que el interfecto (¿qué rayos querrá decir interfecto?) cambiaba cada cinco minutos el traje de culpable por el de inocente (los dos le salían gratis). Ahora sí, ahora no, como en el chiste sobre los intermitentes. En esa duda de horas y horas sobre qué le convenía más, si declararse arcángel o corrupto, su cabeza tuvo que ser una especie de batidora contable, una productora infinita de monólogos de conciencia, un fluir enloquecedor de decisiones y contradecisiones. Según las crónicas, cuando el juzgado estaba ya a punto de cerrar, llamó por teléfono para que le esperaran, y le esperaron, pero al poco volvió a llamar para que no le esperaran.

Entre tanto, Federico Trillo, Rita Barberá y el propio Rajoy iban de arriba abajo en sus despachos, pendientes de la espada de Damocles que pendía sobre sus propios cuellos. Al PP, según los analistas, le habría convenido que se declarara culpable, para cerrar el caso de una vez. Pero tuvieron que aceptar la dimisión y celebrarla como un éxito. ¿Qué clase de éxito: político, económico, personal? Nada de eso, como un éxito de orden moral. Ahí es nada. Vean ustedes en lo que va quedando la moral a medida que se acercan las elecciones. Esta historia nos recuerda aquel otro momento glorioso en el que Esperanza Aguirre presumió de llevar pocos imputados en sus listas. Lo decía muy bien un personaje de John Le Carré: hoy tienes que pensar como un héroe para portarte como una simple persona honrada.

A enemigo que huye, puente de plata, tal es lo que deben de haber pensado en Génova. El contribuyente ingenuo o poco informado habrá sufrido oscilaciones semejantes a las del encausado, es decir, que durante cinco minutos le parecería un corrupto (presunto) y durante los cinco siguientes un arcángel (también presunto). Ahora sí, ahora no. La intensidad y la duración del melodrama han alcanzado tales cotas de saturación narrativa que el propio Camps dudará seguramente acerca de si es culpable o inocente. A ver qué dice el jurado popular.